OPINIÓN
Un coco en la palmera
Hace poco leía una reflexión acerca de que se invierte más en medicamentos para prolongar la virilidad que para el Alzheimer, con el riesgo de que vayamos a poder tener más potencia sexual, pero no recordaremos para qué.
El documento épico más antiguo del que se tiene conocimiento es del poema de Gilgamesh, rey de Uruk, provincia sumeria que habría estado por donde hoy es Irak. Por interesantes circunstancias que no es el momento de relatar ahora, Gilgamesh comienza la búsqueda de la inmortalidad, lo que finalmente consigue de manos de un sabio conocido como Utnapishtim, quien le da unas hierbas que lo convierten en inmortal. De regreso a su patria, una serpiente roba sus plantas y el héroe vuelve a casa con las manos vacías, mortal como siempre, pero convencido de que la inmortalidad es solo patrimonio de los dioses.
Desde los tiempos de Esculapio, dios de la medicina, su báculo o bastón de ciprés, es su símbolo, representa lo natural de la vida y de la muerte. Pero luego se suma la serpiente. Sí, la misma serpiente del mito de Gilgamesh, aparece envolviendo al báculo, la serpiente que cambia de piel cada año, la que nace y muere en un ciclo constante. Ahora bien, curiosamente y siguiendo con la simbología, más tarde surge el Caduceo de Hermes: dos serpientes envolviendo una copa. El veneno y el anti-veneno. El veneno y el antídoto. La farmacopea. Pero con las alas de Hermes a cada lado de la copa. Hermes, recordemos, es el dios del comercio. ¿Me sigue?
La industria farmacéutica es, junto a la armamentística, la que más dinero factura en el mundo. Los negocios más rentables son −digamos−, dar vida y dar muerte. Prolongar la vida y retrasar la inexorable llegada de la muerte. Ocultar con maquillaje las arrugas en un patético intento de engañar al tiempo.
Desde hace muchos años (demasiados) hay gente o grupos de ellas dedicados pura y exclusivamente a generar pensamientos para otros. Creando ideas para que haya quienes piensen que son propias. Sueños que asumen como propios. Deseos que se desean sin que importe saber que son apenas inducciones para desear. Y los grandes titiriteros manejan hábilmente los hilos de las marionetas que elevan voces en nombre de quienes no tienen el gusto de conocer (como diría Serrat), esclavos de su ignorancia claman libertad, hacen sonar sus grilletes convencidos de que son campanas y utilizan los libros solo como pesas para que no se vuelen las boletas impagas de la luz mientras miran por televisión o en sus pequeñas pantallas de teléfonos inteligentes −estupefactos y preocupados− cómo baja la bolsa en Wall Street. Las ideas, los sueños, las ideologías, no se pergeñan como producto de la lectura y la reflexión sino como una grosera forma de osmosis digital.
El nuevo Hermes, el dios mercado, ve el exponencial crecimiento de sus acólitos, los consumidores, cuya avidez crece en forma desmesurada y omnívora. Todo lo pueda ser consumido debe consumirse. Todo lo que nos prometa cumplir el sueño de Gilgamesh −la inmortalidad− es bienvenido. Ya sea en polvos, cremas, píldoras o la forma farmacéutica que se adapte mejor a nuestra tolerancia y bolsillo.
La copa y las dos serpientes, crear el veneno para ofrecer luego el antídoto, lo hacían los druidas, los magos, los brujos… y la publicidad. Consumo, luego, existo. Necesito desear lo que no tengo, anhelar lo que no importa, restarle valor a lo invaluable. El problema hoy, se me ocurre, no es tanto llegar a vivir muchos años sino poder saber para qué. La diferencia sustancial entre quien disfruta la soledad de una isla y un náufrago no radica, sino, en si elegimos o no estar en ese lugar, en ese momento y en esa circunstancia. De ese modo, está quien disfruta y de quien padece el mismo hecho de tener, por ejemplo, apenas como compañía un coco en una palmera. Todo se limita, pareciera, a tener conciencia de que estamos eligiendo o que nos hagan creer que la decisión es nuestra. Apenas eso.