OPINIÓN
Usted me tiene podrido
El sociólogo francés Émile Durkheim fue quien comenzó a hablar de “solidaridad social”. Afirmaba que los diferentes grupos sociales que conforman una comunidad necesitan de la solidaridad para el desarrollo de un sinnúmero de actividades para las cuales deben colaborar y apoyarse mutuamente, de otro modo, una sociedad sería insostenible como tal.
Quizás, en algún momento éramos tan pocos en un espacio tan grande que no teníamos que preocuparnos por otra cosa que no fuera por nosotros mismos y nuestra supervivencia animal. Probablemente, en algún momento incierto descubrimos que, si no nos uníamos, íbamos inexorablemente a la extinción. Que juntos éramos mucho más poderosos que individualmente. Que la unión hacía la fuerza y que la fuerza era el único modo de intentar dominar un mundo indómito. No sé y acaso eso poco importe, si somos naturalmente sociables o tuvimos que serlo porque no había otra opción; pero acá estamos, intentando convivir en un mundo con reglas de convivencia creadas por nosotros mismos procurando no cumplirlas apenas se pueda.
Cada sociedad fue generando sus normas de convivencia bajo la premisa básica de la supervivencia. Una sociedad sin reglas está condenada a su desaparición. Una abominable e inexplicable (o no) autofagia. Somos el producto, la resultante, de lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. La sumatoria de nuestros sueños colectivos superando los anhelos individuales. Los egoísmos. Somos lo que damos y lo que recibimos, lo que creemos que merecemos y lo que realmente merecemos. Las sociedades son realmente grandes cuando la justicia y la equidad están garantizadas. Pero eso, claro, en este mundo real eso es apenas un anhelo que ni siquiera me atrevo a tildarlo de utopía.
Paradójicamente, la razón, eso que nos hace diferentes del resto de los animales, es lo que nos permite elegir y no ser “esclavos” de nuestros instintos, es lo que está condenándonos a nuestra propia extinción. Las guerras, las hambrunas, la destrucción del planeta y sus consecuencias predecibles, pero aun así ignoradas, son producto de “elecciones”. Del ir en contra de la primera regla de nuestra propia naturaleza animal cual es la supervivencia. Somos los únicos animales que no solo destruyen su propio hábitat, sino que se destruyen entre sí. La razón de la sinrazón.
Cuando vemos el actual espejo de una sociedad a través de las redes sociales, lo que percibimos es más regocijo por la desgracia ajena que por los éxitos propios. El deseo de que al otro le vaya mal por encima del placer de que a uno le vaya mejor. La incapacidad de ver en el otro el mérito por sobre los eventuales errores. La intolerancia. El odio. El eterno retorno de la metáfora del escorpión y la rana.
Pero, pese a todo, no pierdo la fe en nosotros mismos. Es que, al fin y al cabo, abusando del oxímoron, también la fe es un atributo de nuestra humanidad animal.