Alfonsín
Soy uno más, entre los millones de argentinos que lo votamos en 1983. También, uno de los tantos que nos desilusionamos en 1989 y no le perdonamos haber firmado el Pacto de Olivos en 1993. [email protected]
Ahora me sumo a quienes tratamos de hacer una lectura del sorprendente y unánime acompañamiento popular, en la hora de su partida.
Las honras oficiales fueron las de estilo, como correspondía a un ex Jefe de Estado. Pero el imponente funeral que ha conmovido al país y gran parte del mundo, adquirió características que sólo se han dado en casos de Presidentes muertos en el ejercicio del cargo, como Perón en 1974. Salvo el caso de Hipólito Irigoyen, fallecido tres años después de su derrocamiento, nunca la muerte de un ex Presidente había concitado tanta conmoción. Las gestiones ejemplares de Frondizi e Illia fueron tardíamente reconocidas en vida por la ciudadanía. Sin embargo, sus exequias distaron de alcanzar la dimensión apoteótica que ahora hemos visto.
¿Cómo se explica entonces que quien no pudo terminar su mandato, reciba veinte años después, el homenaje cívico propio de un gran Presidente? ¿Qué percibieron los argentinos para acudir a su despedida en forma tan espontánea y masiva?
En primer lugar, su absoluta honestidad. Esta condición pareciera estar sometida a las leyes de la economía: si abunda, no vale; pero la escasez aumenta su cotización. Y esta muerte ha sobrevenido en medio de un gran pico de desabastecimiento.
Raúl Alfonsín no inventó la honradez, pero continuó una trayectoria honrosa de su viejo partido: Hipólito Irigoyen murió en 1933 sumido en la pobreza; Arturo Frondizi construyó con sus propias manos, junto a su esposa Elena Faggionato, su casita de Villa Gesell y Arturo Umberto Illia es recordado por su proverbial austeridad. Talvez el caso más emblemático haya sido el de Elpidio González, quien luego de haber sido Vicepresidente de Marcelo T. de Alvear, terminó vendiendo ballenitas en la calle Florida. Entre los entrerrianos, a Don Miguel Laurencena, terminado su mandato de Gobernador, el pueblo le regaló una casa porque no la tenía; nuestro copoblano Ricardo M. Irigoyen, tampoco. Y cuando volvió, luego de ser Ministro de Raúl Lucio Uranga, tuvo que irse a vivir a la Isla de la Libertad. El paranaense Carlos Humberto Perette murió en la indigencia, pero no es eso lo asombroso: previamente había renunciado a percibir su jubilación de privilegio como Vicepresidente de la República.
En esos tiempos, la transparencia era la norma. Lo destacable de Alfonsín, es haber honrado tan límpida tradición, cuando esa virtud esencial a la República, había empezado a escasear. Después de su mandato se fue reafirmando la certeza de esa conducta y cuando trascendieron al público otros matices de su vida austera, surgió naturalmente el contraste con muchos de los que le sucedieron. Eso lo convirtió en emblema: no había lucrado con el poder. Además, sus últimos mensajes fueron una apelación al diálogo y a la unión nacional, en medio de un hartazgo generalizado por tanta agresión e individualismo.
Entonces la gente le perdonó algunos errores -que él mismo había reconocido- cuando advirtió en ese hombre, una condición que excede a la eficiencia de una gestión: él había enaltecido la política, dedicándole su existencia hasta con sacrificio de la vida familiar, sin haber caído en la tentación del rédito ilegítimo ni el usufructo del poder.
Y se había mantenido firme en esa línea ética, cuando el vivir de la política, se ha vuelto hoy, irremediablemente habitual.
El juicio sereno de la historia se encargará de sopesar su período presidencial. Mientras tanto, el aquietamiento de los espíritus nos aportará serenidad y objetividad para reexaminar su ajetreada gestión. No ha de haber sido sencillo enfrentar los planteos militares por un lado y los aprietes sindicales por otro. Ya en 1966, ambos grupos de presión se habían concertado para derrocar a Illia. Y al igual que Don Arturo, Alfonsín honró sus promesas de campaña, al tomar la decisión de enjuiciar a las tres juntas militares y a los jefes guerrilleros. Si bien tuvo que ceder en parte, al soportar después los remezones de Campo de Mayo y Villa Martelli, pudo decir finalmente con orgullo, hace unos meses, al ser descubierto su busto en la Casa de Gobierno: nunca más habrá golpes de Estado en Argentina. Eso les allanó el camino hacia la recuperación democrática a los países hermanos: Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, cuyos dirigentes de entonces han venido a tributarle su reconocimiento.
Raúl Alfonsín luchó para que la Democracia volviera, pero sólo lo consiguió en parte. ¿Qué le falta? El ingrediente republicano. Talvez si él hubiera tenido superpoderes o facultades legislativas delegadas, habría podido de un plumazo, democratizar los sindicatos o hacer verdaderamente libres a los trabajadores, para la simple elección de su obra social. Pero no; se mantuvo en los cánones de la República y eso terminó erosionando su poder. Ahí está el mal: en Argentina, los gobiernos que respetan la República, terminan debilitados: le había pasado a Illia y le pasó a De la Rúa. En cambio, los Presidentes que se hacen de autoridad a costa de los demás poderes, parecieran tener mejor suerte.
No hay que buscar la culpa en los Presidentes débiles ni en los fuertes. Es la sociedad la que debe evolucionar hasta alcanzar la prudencia colectiva que nos evite encandilarnos con unos o ensañarnos con otros. No es a los gobiernos a los que hay que fortalecer, sino a las instituciones de la Constitución Nacional.
Cabe finalmente, una doble lectura; los últimos mensajes del Presidente Alfonsín parecieran instarnos a todos a completar su obra inconclusa, oxigenando de República a nuestra raída Democracia.
La conmocionante imagen de ese acompañamiento gigantesco, expresó un mensaje surgido desde lo más hondo de la sociedad. Es el clamor de un pueblo aferrándose a ese muerto, porque no encuentra entre los vivos, quien encarne su necesidad espiritual de honestidad, diálogo, concordia y esperanza.
Sólo resta que la dirigencia lo interprete.
Hasta el Domingo que viene. Si Dios quiere.
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