EN PRIMERA PERSONA
Después de 40 años en Costa Rica, volvió a Gualeguaychú: la particular historia del hijo mayor del poeta Antonio Machado

Mario Machado tiene 67 años, es teólogo y psicólogo. Más de la mitad de su vida la vivió a 5.700 kilómetros de su ciudad natal. La relación con su padre, uno de los referentes más destacados de la “ciudad de los poetas” del siglo XX; la colimba durante la dictadura y las frustraciones propias de la llamada “generación perdida”. El poder del perdón y el reencuentro con los suyos.
Luciano Peralta
Junto a su esposa y un par de amigas costarricenses, Mario visitó, la semana pasada, la Escuela Rawson, donde hizo la primaria. Fue después de 40 años ininterrumpidos sin volver a pisar Gualeguaychú, sin volver a pisar Argentina.
Mario es el mayor de los tres hijos que tuvieron el poeta Juan Antonio Machado y su esposa, Santa Dolores Marcelina Silveyra. En esta nota habló de ellos, de sus sombras, de sus fantasmas y del poder del perdón. “Mi papá y mi mamá fueron dos personas muy depresivas, cada una por sus razones históricas de vida. Recuerdo un matrimonio muy dañado, nunca compaginaron y yo en el medio por doce años, hasta que nació el hermano que me sigue”, dice, sentado bajo la sombra de uno de los fresnos del patio del hospedaje donde para, a pocas cuadras de la costanera de Gualeguaychú.
“Creo que mis padres se amaron, pero el amor muchas veces no alcanza. Vivieron ese típico matrimonio que se sostiene ‘por el nene’, ‘por la familia’ o ‘por el qué dirán’. En una sociedad en la que el divorcio era innombrable e ilegal”, contextualiza, hace una pausa y sigue: “Mi papá fue abandonado por su madre cuando tenía dos años, siempre la buscó y la pudo hallar recién a los 20. Creció con tíos, familiares, con mucho dolor, resentimiento, sensación de abandono y de rechazo, el rechazo de una madre. Por eso creo que la raíz de su depresión viene de ahí, creo que nunca pudo sanar eso”.
Sus palabras parecen calcadas de las de su tía “Lela”, quien, en una antología titulada “Gualeguaychú y sus poetas”, publicada por el grupo “Gente de letras”, recordó que “su existencia estuvo cruzada por ese toque mágico de la poesía, pero también por una historia de abandono y soledad”.
“Tuvo tres hijos y una mujer que lo adoró. Pero también esto le costó, le gustaba la noche, la bohemia y el juego; una combinación explosiva para quien quisiera compartir la vida con él”, recordó Lela, en esa publicación.
Si bien su obra permanece dispersa, ya que no pudo o no quiso plasmarla en un libro, sus poemas dicen mucho de lo que dicen su hijo mayor y su hermana. En “la Rosa blanca”, Cacho, como le decían sus amigos, escribe:
“En el viejo jardín la madre mía
puso un rosal pequeño y palpitante
y en el nacieron frescas y fragrantes
rosas tan blancas cual la luz del día”
“hoy mi vida perdió su algarabía
y quien plantó el rosal se halla distante
pero con cada abril vuelven, amantes
a revivir pasadas alegrías”

Mario, el hijo mayor
En esa familia “tradicional y católica” no era una posibilidad estudiar psicología, como Mario quería. Por eso empezó la carrera de medicina en La Plata, y si bien recuerda que mal no le iba las cosas empezaron a complicarse.
“Hice dos años de carrera, hasta que me di cuenta que estaba ahí para satisfacer el deseo de mis padres y no el mío. Eso me costó caro, porque mi papá se enojó mucho conmigo y me cortó el sustento económico. A partir de ahí quedé sólo y sin plata, pero libre”, dice el gualeguaychuense, y acompaña lo que dice con una sonrisa de satisfacción.
Pero tampoco esa libertad iba a ser plena. A las pocas semanas fue llamado por el Ejército Argentino para incorporarse como colimba. Estuvo en Paraná, primero, y en Buenos Aires, después, entre los años 1978 y 1979.
“Estando en el Hospital Militar empecé a enterarme de las cosas que pasaban y a investigar sobre ello. Porque nosotros, los mismos soldados, no nos dábamos cuenta de lo que pasaba. Conocí la Escuela de Mecánica de la Armada, donde había torturas de todo tipo… empecé a saber de los niños que robaban a sus madres detenidas, fue muy difícil ese momento. Salí mal del servicio militar, a mi historia personal, cruzada por la depresión de mis padres y la mía propia, se le sumaba ese horror. A mi generación la llaman la generación perdida, y creo que hay mucho de eso”, sostiene.
Tras salir de la colimba Mario comenzó a estudiar teología y gracias a contactos en Costa Rica, algunos años después, viajó al país caribeño a continuar sus estudios. “Estaba muy desesperanzado y enojado con mi país, como tantas personas que se fueron en esos años”, dice.
A los 37, después de un largo camino académico como teólogo, retomó su deseo de la adolescencia: estudió psicología y se recibió. “A mí la psicología y la espiritualidad me ayudaron muchísimo. Y hablo de la espiritualidad y no de la iglesia porque muchas de las veces es una mera herramienta de poder. Creo que hace falta llegar a la gente con estas herramientas, y la gran mayoría de las personas no pueden pagar un psicólogo. Por eso atiendo a mucha gente que no puede pagar o les cobro menos, allá en Costa Rica”, cuenta su voz amable y tranquila.
Por último, después de poco más de una hora de charla y un mate que casi no fue cebado, dice que volver a pisar la Gualeguaychú que dejó a los 27 le genera “una mezcla de sentimientos, sensaciones de alegría, tristeza y nostalgia”. Y, “de alguna manera, una convicción de hacia donde tengo que seguir orientando mi intención al futuro. El perdón es muy liberador, y yo pude perdonar a mi país, que hizo lo que pudo durante esos años, y a mis padres, porque entendí que ellos arrastraban la neurosis de sus mayores, como yo arrastré sus neurosis y mis hijos las mías”.