
Jóvenes del Centro de Estudiantes de Gualeguaychú en Buenos Aires, colocaron una placa conmemoratoria junto al árbol que plantara su padre en recuerdo de uno de sus hijos desaparecido durante la dictadura. Por Luis CastilloOpinión Una tarde, una plaza, un hombre que con voz temblorosa dedica unas palabras a su hijo que escucha con silencio de espinillos y responde en un viento áspero que seca la humedad de las mejillas. Un árbol, en un rincón de una plaza, escucha palabras que no son lamentos, ni gemidos, ni tienen sabor a ira o a revancha; el frágil árbol que crece a un costado de la plaza, se alimenta con frases de esperanza.Uno tras otro, ve jóvenes que hablan de tiempos tempestuosos cuando la barbarie iba sesgando vidas y mañanas, cuando el delito de pensar se pagaba con dolor, se pagaba con la vida, con el exilio; cuando todas la herramientas de la muerte estaban puestas al servicio de la ingenua pretensión de exterminar junto a la vida la memoria, de acabar con los sueños, de matar la esperanza.El árbol que plantara ese hombre de voz temblorosa con sus propias manos escucha voces conocidas y otras nuevas. Entonces sabe que ya no estará más solo. Sabe que su fragilidad está al resguardo de las fieras, esas que están agazapadas, dormitando, temerosas de la verdad que acorrala sus injurias y desnuda sus miserias.Hay voces jóvenes diciéndole que ya no estará más solo ese frágil árbol de la plaza, una sangre nueva y generosa va recorriendo como savia sus entrañas y nuevos viejos sueños se desgajan como lluvia en el silencio de la plaza.Un hombre de voz temblorosa acaricia suavemente las manos gastadas de su esposa, recorre con sus manos esas manos mientras oye, como si fueran gorjeos de pájaros en libertad, las voces que una y otra vez nombran ese nombre que retumba como un por qué de rama en rama, de pétalo en pétalo, de garganta en garganta.Un nombre que es mucho más que un nombre, un nombre que pudo ser cualquiera, un nombre que debemos ser todos. Y esos jóvenes, a los que también les tiembla la voz y se les humedecen los ojos de esperanza, saben que tienen una gran responsabilidad en sus espaldas, saben que tienen que luchar para que cada joven honre la vida, aborrezca la muerte, se solidarice con el hambre y el sueño del otro, del que no tiene voz, del que quedó relegado en la miseria, del eterno olvidado.Todos vimos un poco de nosotros mismos mientras escuchábamos esas jóvenes voces en la plaza, mientras llorábamos escuchando a ese hombre de voz temblorosa que, para vivir en paz, tuvo que plantar un árbol en un rincón cualquiera de una plaza.¡Qué paradoja tener que soñar con que no haya que plantar más árboles!