POR LUIS CASTILLO
Freud, Churchill y el dilema del tranvía

La amena discusión se inició a partir de una dedicatoria: "Con el saludo respetuoso de un hombre ya anciano que reconoce al héroe cultural en la persona del gobernante".
Por Luis Castillo* Uno de los errores que solemos cometer al emitir determinados juicios acerca de situaciones históricas es, muchas veces, dejar de lado la contextualización de los hechos, esto es, mirar el pasado con los ojos del presente. Juzgar, elogiar o condenar personalidades o circunstancias bajo una mirada sociocultural contemporánea es el modo más sencillo de iniciar verdaderas discusiones bizantinas que es muy poco probable que lleguen a buen puerto, es decir, a una coincidencia entre miradas contrapuestas. De modo similar, solemos tener la engañosa sensación de que, ante determinados escenarios, actuaríamos de una manera inequívoca y certera basándonos apenas en erráticas presunciones. Cada periodo histórico está enmarcado en un contexto cultural particular, así como atravesado por miradas e ideologías que no deben soslayarse a la hora de analizarlos; de allí que (perdón por ser autorreferencial) me pareció un verdadero hallazgo el título de mi novela Crónica de héroes y traidores y en la que Orlando Van Bredam, con genial maestría apuntara en el prólogo: “Estoy cada vez más convencido de que la historia es una verdad llena de mentiras y la literatura, una mentira llena de verdades”. ¿Quiénes son los héroes y quiénes los traidores en la historia? ¿Quiénes los buenos y quiénes los malos? Preguntas retóricas sin dudas porque cada respuesta será diferente según la mirada y el posicionamiento de quien narre. La dedicatoria que mencionaba al principio –en lo que en el género periodístico se conoce como bajada o copete- tiene una historia que me gustaría contar para quienes la desconozcan y recordar con quienes ya han oído de ella; después, narraré las circunstancias que hicieron que la esté refiriendo en este instante. El 25 de abril de 1933, Sigmund Freud recibe en su residencia y consultorio de Viena a un colega italiano, el psicoanalista judío Edoardo Weiss quien acompañaba, como se estilaba en ese entonces, a la primera consulta a sus pacientes, al dramaturgo Giovacchino Forzano quien llevaba a la consulta a su hija. Al finalizar el encuentro, Forzano obsequió a Freud un ejemplar de un libro suyo escrito en colaboración con Benito Mussolini. Freud retribuyó la gentileza obsequiándole una obra propia escrita en colaboración nada menos que con Albert Einstein titulada: ¿Por qué la guerra? Agradecido, Forzano solicitó que le escribiera una dedicatoria ya que se lo entregaría en manos propias al Duce, de quien era muy cercano, según refirió. Freud escribió entonces: "Con el saludo respetuoso de un hombre anciano que reconoce al héroe cultural en la persona del gobernante”. Imposible saber si Mussolini leyó alguna vez ese libro que aún se conserva entre los restos de su biblioteca personal en el Archivo Central de Roma, lo que sí se conoce es que, dos meses más tarde, se publicó en el periódico Popolo d'Italia un artículo escrito por el propio Mussolini, en el que se refería al psicoanálisis como una impostura. Aquella dedicatoria significó una catarata interminable de críticas hacia el creador del psicoanálisis, así como la aparición de otros tantos exégetas que pretendían justificar bajo diferentes interpretaciones (justo es decir que algunas son francamente disparatadas) las palabras y la no adhesión al fascismo por parte de Freud. Quizás algo de razón tuvieran ambas posturas. El historiador Franco Angeli publicó un interesante libro: Freud y Mussolini, en donde manifiesta su actitud en un término medio: ni culpable ni totalmente inocente. Por su parte, el historiador Roberto Zapperi, niega cualquier tipo de adhesión o simpatía de Freud hacia Mussolini o su régimen, sino que, en su opinión, lo que abrigaba el psicoanalista era la esperanza de que el Duce pudiera prevenir el Anschluss, es decir, la anexión de Austria al Reich alemán que venía en arrasador crecimiento. Las razones no eran muy difíciles de comprender y eran básicamente personales: Sigmund Schlomo Freud, como sabemos, era judío. Por otra parte, tanto él como algunos importantes políticos austríacos -tales como el canciller Engelbert Dollfuss-, estaban convencidos de que los únicos que podían detener la entrada de los nazis en Austria eran los fascistas italianos. Como la historia nos lo recuerda, esto no sucedió; en el verano de 1934, Mussolini envió dos divisiones del ejército al Brennero para disuadir a Hitler de llevar a cabo el Anschluss pero tan solo dos años después, se alió al Führer y, en marzo de 1938, la anexión de Austria al Reich se convirtió en un hecho consumado. Hasta ahí la narración de los hechos históricos. El intercambio de ideas con un amigo hace pocos días comenzó a partir de su taxativa afirmación de que Freud era fascista. Y su argumento se basaba sobre todo en la mencionada dedicatoria. Ahora bien, todo lo que se ha escrito al respecto –y esta columna no escapa a ese principio- solo puede ser catalogado como especulativo ya que solamente Freud podría saber –o no, ya que no podemos descartar que haya sido obra de su inconsciente- por qué escribió eso, por qué creyó que Mussolini podría cambiar la historia de Austria frenando al nazismo o bien, me preguntó yo, por qué habrá apostado, como apunta Zapperi, al mal menor. Entre el nazismo y el fascismo, este último, en su análisis, resultaba el mal menor. Porque en esa guerra –que comenzaría al poco tiempo de exiliarse Freud en Inglaterra- los buenos y los malos, los héroes y los traidores, se catalogaron –transitoriamente- recién al final de la misma, cuando los ganadores escribieron la historia. Y del fascismo de Freud nuestra conversación derivó a la cuestión ética que a veces implica la elección de “el mal menor”. Y surgió entonces el recuerdo de una decisión de Churchill durante el desarrollo de esa misma guerra. En junio de 1944, a pocos días del desembarco aliado en Normandía, comenzaron a llover sobre Londres los poderosos misiles alemanes V1 con una tremenda capacidad destructiva. Ante el grave peligro de los misiles cada vez más cerca del palacio de Buckingham y otros edificios oficiales, Churchill ordenó que algunos agentes dobles informaran falsamente a los alemanes que los objetivos más importantes se encontraban más al sur de donde estaban bombardeando en ese momento. Esa zona sur hacia donde dirigió el bombardeo eran los barrios pobres de la ciudad, donde en poco menos de tres semanas de constante ataque murieron más de 6 mil personas. Pero eran pobres y sus casas modestas construcciones, con lo que estaba justificada la decisión. Eran el mal menor. La incursión de los Estados Unidos en Medio Oriente y la “destrucción preventiva” de objetivos considerados terroristas se hicieron, según argumentaron después de llevar a cabo estos hechos por todos conocidos, apelando también a la búsqueda del mal menor. Pero no solo en situaciones de guerra como las descriptas se plantea este dilema, sino que desde lo filosófico pasó a ser una cuestión de netos ribetes penales además de éticos. Veamos algunos ejemplos. Un tren fuera de control; ante la imposibilidad de frenar, el maquinista sabe que si choca provocará numerosas muertes, pero puede tomar una vía secundaria en la que “solamente” hay una persona trabajando y que, naturalmente, morirá en el impacto porque no sabe que el tren se va a desviar. ¿cuál sería la decisión más acertada? Otra. Las decisiones que se tomaron en el momento más álgido de la pandemia en algunos países en donde colapsó el sistema sanitario obligando a la “selección” del paciente a utilizar un respirador, ¿no nos plantea un dilema ético semejante? Ahora bien, una cuestión interesante es la que se conoce como El dilema del tranvía. Esta se basa en el primer ejemplo dado; cuando se planteó a un grupo de personas la situación del maquinista y la decisión de desviar el tren (o su versión simplificada que consiste en sólo mover una palanca que cambia las vías) prácticamente todos coincidieron en que ante una circunstancia semejante sin dudas moverían la palanca para salvar al pasaje aun a costa de matar a un inocente; ahora bien, posteriormente se los invitó a una sala de simulación 3 D en donde recreaban la misma situación pero más “real”; a la hora de proceder a desviar el tren, prácticamente ninguno logró mover la palanca y matar a esa persona. Curiosamente, aun en esa impotencia, tenemos la sensación de que podríamos hacerlo de haberlo deseado realmente. Como ejecutar un reo o lanzar un misil desde un dron a una población civil que, nos dicen, podría ser considerada potencialmente hostil. Y así, día a día, casi sin darnos cuenta, vamos reproduciendo esta lógica con tal naturalización que hasta nos da la sensación de que estamos eligiendo cuando, en realidad, en el fondo quizás no seamos más que el mal menor de algunas decisiones de las que no tenemos conciencia. El plan B. La opción más económica. El más delicado eslabón de la cadena alimentaria. A quienes gustan de escribir libros, les recomendaría que tengan cierto cuidado al escribir las dedicatorias, uno nunca sabe en qué pueden terminar esas cosas. *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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