OPINIÓN
La utopía de la igualdad

Luces y sombras de un pueblo en ocasiones incorregible. El dilema presidencial.
Por Carlos Ihlo* La crisis mundial desatada por el Covid -19 (Coronavirus) ha demostrado con una crudeza irrefutable que la igualdad es una aspiración humana envuelta por el papel de una utopía a la que no debemos renunciar alcanzar pero, no por ello, pecar de ingenuos y mirar para otro lado a la hora de entender que ni siquiera la muerte nos iguala. Aún en el momento de dejar este mundo –se profese o no alguna creencia en particular- la muerte constituye un hecho rodeado de circunstancias anímicas que afectan no solo el entorno nuclear familiar sino en muchos casos un ámbito menor o mayor de la sociedad que integramos. Décadas de gastar millones en armamento y tecnología han resultado estériles para detener hasta el momento el creciente número de víctimas provocada por este tipo particular de influenza cuyo tamaño escapa millones de veces a nuestra posibilidad de verlo convirtiéndolo en portador del título de “enemigo invisible”. Millones de dólares invertidos en jugadores de futbol, enormes torres en plenos desiertos, viajes a Marte, etc. son la contracara de un mundo que hoy se debate por conocer si cuenta o no con pequeños pedazos de tela con forma de barbijos. En la Argentina, cuarteles y fábricas abandonadas que pudieren haberse transformado en universidades u hospitales se cubren de yuyos desde hace décadas. Ahora, al momento de enfrentar la emergencia, pretenden conformarnos con la preparación de carpas con catres en alguna cancha de fútbol. En la otra punta, -si de tamaño hablamos- se yergue la soberbia y su hermana la miseria humana. La de presidentes que aconsejan a sus ciudadanos usar el barbijo, aclarándoles que no harán lo propio -como Trump-, a menospreciar el problema –como Boris Johnson en el Reino Unido- para luego terminar infectado, u otros como los de México o Brasil que pasaron de estimular a la gente a seguir con sus actividades hasta que la cantidad de muertos empezaron a incrementar las estadísticas sobre sus escritorios. También están los miserables, los que donan solo a condición de que sus nombres aparezcan en tal o cual lista, posiblemente en la triste esperanza de que si les toca caer ese hospital se “acuerde” que colaboró con plata, o los intendentes que posan para la foto con sus funcionarios en la puerta de algún banco para que veamos cuan buenos son. El mundo entero asistió espantado al ataque contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Hoy hay más muertos en la misma ciudad por el coronavirus y para muchos expertos ello recién empieza, razón por la cual camiones frigoríficos estacionados fuera de los hospitales hacen las veces de morgues móviles. Por estas horas, lo que constituirá seguramente el futuro estudio de muchos sociólogos hay un virus más poderoso que el COVID 19: el miedo, que en su máxima expresión indeseada se convierte en pánico. Su mezcla con ignorancia es fatal. Desde personas que en Bs As pegan carteles en los ascensores de los edificios para “echar” a sus vecinos farmacéuticos o médicos hasta la mirada esquiva del que se cruza con uno en un supermercado. Y aun el pico no ha llegado a nuestro país. El mundo no volverá a ser el mismo. Sería bueno ir reflexionando sobre ello. En toda crisis mundial los vencedores siempre han sido los países más poderosos. Basta ver el ejemplo de EEUU después de la 2da Guerra Mundial y el eterno recelo que desde entonces mantienen los rusos que comparan sus millones de muertos vs los caídos americanos y los pasan por el tamiz económico de como “ganaron” unos y otros. El mundo de la economía y del mercado laboral tampoco volverá a ser el mismo. Un ejemplo simple podrá encontrarse en el teletrabajo pues esta crisis habrá demostrado a muchos empleadores que pueden contar con la fuerza laboral de sus empleados trabajando desde sus hogares, pagándoles por lo que efectivamente producen sin necesidad de mantener en sus oficinas a tanta gente. Si lo que abona esta en proporción a lo que se produce, por ejemplo redactando equis cantidad de informes, da lo mismo que los envíe desde su casa. Las redes sociales posiblemente resulten las grandes vencedoras en esta tragedia. Pero volviendo a lo inicial. ¿Es lo mismo la muerte en cualquier país?. La respuesta debería ser afirmativa, pero si la analizamos considerando las condiciones en las que se arriba a ella desde el punto de vista de las prestaciones a las “que se tiene derecho”, la respuesta final es muy distinta. ¿Cuántas camas dispone la localidad en la que vivo para atender a pacientes afectados de coronavirus?. ¿Cuántas de ellas cuentan con un respirador?, y por último, ¿cuantas personas hay para ocuparse de tales tareas y ser relevados por otros igualmente capacitados a fin de evitar lo que ha pasado sobre este punto en Europa? Desde Italia advierten que se preste atención al sector de los profesionales de la salud porque el diez por ciento de 20.000 trabajadores resultó contagiado. En Gran Bretaña, país que se precia de tener un sistema de salud fraguado al calor de la guerra al igual que la solidaridad de sus habitantes en estas cuestiones, el nivel de muertos los ha desconcertado. Y si de algo saben los británicos y en especial los londinenses es de encierro en sótanos, muertes y sacrificio tras ser bombardeados por Hitler todas las noches salvo una. En Ecuador los familiares llevan a sus muertos a las esquinas porque no los pasan a buscar para enterrarlos, panorama estremecedor que los noticieros intentan sublimar en imágenes para no seguir machacando sobre el miedo popular, a la vez que el Gobierno reconoce que se infectará el 60% de su población. Por nuestros pagos, mientras millones respetamos la cuarentena, asistimos a estúpidos disfrazados del muñeco Barney para ir a ver la novia; organizan fiestas y pretenden echar a la policía porque se trata de “fiestas privadas”; se disfrazan de médicos o falsifican las autorizaciones para circular. En medio de ello, el Gobierno comete un yerro fatal convocando a los jubilados a cobrar haciéndolo al mismo tiempo que a beneficiarios de otras prestaciones con el resultado que nos mostraron las imágenes de bancos atestados en todo el país el viernes 3 de abril. Ese día el presidente comprendió que su esfuerzo en parar el país con la millonaria perdida que ello implica fue sino inútil, casi. El reloj de la cuarentena volvió a cero. No hace falta que lo digan. Basta ver la cara de los infectólogos al día siguiente o el enojo de algunos el mismo día. Se dejó la puerta del gallinero abierta al zorro. Es absolutamente lógico que el mensaje presidencial apunte a cierto sector social. Porque no somos iguales frente al aislamiento. Porque Fernández conoce perfectamente que el aislamiento social es una utopía cuando millones de argentinos viven día a día de changas y hacinados en estrechas y humildes casas del conurbano bonaerense y de muchas provincias durmiendo cuatro o cinco en una cama de dos plazas. La verdad de las proyecciones habita seguramente en los informes sobre el escritorio mayor de la Casa Rosada. Indican lo que puede pasar cuando el pico llegue a esos sectores. Fernández –porque no es un secreto- conoce como nadie que los países más desarrollados se vieron en la necesidad de, por duro que parezca, seleccionar a quienes dotar de respiradores en el triste momento final. Horas y horas de transmisiones han mostrado, aun con el más respetuoso recaudo por no contar lo evidente, como se ha actuado con personas mayores. Tras ni siquiera poder despedirse de sus familiares, centenares de personas por día en Italia sufren el triste destino de ser recogidas en camiones para su inmediata cremación. El presidente argentino carga sobre sus espaldas con las decisiones que seguramente ni en sueños imaginó meses atrás: ya no es mejorar la vida de los argentinos. Ahora se trata de tomar medidas para conservarla. Su decisión fue privilegiar la vida por sobre la economía pues de la muerte –como sostuvo- no se vuelve. Sabe asimismo que tampoco se puede actuar en un país parado y donde las puertas para pedir dinero se encuentran cerradas. La encrucijada es gigantesca: con las temperaturas en disminución rumbo al invierno y el pico postergado para mayo, el levantamiento de la cuarentena es imposible pues, el alto nivel de adhesión del que gozan sus medidas, se haría pedazos con el aumento de muertes. Hasta ahora las muertes son culpa del virus, pero en la balanza y a medida que pasen los días toda decisión errónea será inevitablemente responsabilidad de quienes las adopten. Llegar a la crisis detrás de la experiencia europea y norteamericana achica el margen de error. Las medidas tibias no parecen dar resultado cuando de un sector de argentinos se trata. Incorregibles, sostendría algún autor. Con posibles portadores escapándose de los hospitales como ocurre actualmente, ignorando el poder de contagio que ello representa –recuérdese que en una fiesta en Moreno un solo chico infectó a veinte personas en una noche- las medidas por venir deberán ser contundentes. Fernández tiene la llave de la decisión en sus manos parado dentro de los zapatos en los que pocos quisieran estar. Esta vez y más que nunca Dios y la Patria lo miran. *Abogado
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