Leamos un texto de historia
Por José Vicente Reyes Salazar
Especial para El Día
La lectura es un proceso complejo que puede ser abordado de distintas maneras.
Si se le mira como fenómeno de comunicación tendremos un autor, un texto, un lector y un contexto, cada uno con diferentes grados de complejidad y modos de relación.
Si se le mira como construcción de significados tendremos unos referentes no presentes evocados por el texto, unos modelos generalmente ingeniosos y originales propuestos por el autor del texto y un individuo capaz de re-crear esas representaciones y conceptos y fusionarlos con los de su propio mundo de la vida.
Si se le mira como fenómeno ético-político tendremos un discurso que actualiza la cultura y un consumidor y productor de bienes y patrones culturales, en un escenario inestable de constitución del ser uno mismo entre los avatares de la convivencia en diferentes niveles de participación. Entre otras maneras.
Aquí abordaremos la lectura de un texto de historia como un problema ético-político, es decir, como parte de nuestra siempre inacabada constitución individual y social. Para iluminar esa obscura dimensión lectora emplearemos algunas preguntas guía: ¿La historia cuenta lo que pasó, lo que el historiador cree, lo que los poderosos quieren o lo que el imaginario colectivo pretende que haya sido? ¿La historia se inventa, se aprende, se conserva, se renueva? ¿Cuál es el sentido, la función y la rentabilidad de la historia para un lector? ¿Cómo se podría leer con provecho un texto de historia?
La materia de la historia
Un hombre se quita uno de sus zapatos y se lo lanza a la cara a otro, diciéndole: “dog”; falla y acto seguido reitera su acción con su otro zapato, errando también[1]. ¿Qué podría hacer histórico ese fallido zapatazo, que efectivamente haya sucedido? ¿Que un historiador lo seleccione como hecho relevante? ¿Que el receptor del frustrado intento haya sido un presidente? ¿Que el desacertado tirador haya sido un periodista? ¿Que los medios de comunicación lo hayan explotado en su día como escándalo que vende, es decir, atrae lectores y audiencia? ¿Que los árabes ricos lo hubieran convertido en símbolo de su inconformidad con cierto imperio? ¿Que los iraquíes del común se sintieran identificados, vindicados, regocijados? ¿Que los occidentales del común lo hayan encontrado gracioso o curioso y los manejadores de la opinión occidental lo hayan interpretado con indulgencia?
Varias de esas preguntas tienen serias posibilidades de ser respondidas afirmativamente pero sólo con el transcurso del tiempo podríamos sentirnos razonablemente seguros de alguna respuesta. Y si llegara a ser un hecho histórico, ¿dentro de cien años qué significaría? ¿El cinismo de un imperio, la dignidad de un pueblo victimado, el odio intercultural, la intolerancia política y religiosa, la manipulación de los medios? No lo sabemos a ciencia cierta; como tampoco sabemos si el incidente se habrá olvidado dentro de un par de años.
La historia está hecha de una materia oscura y escurridiza. La más nítida historia, aún la que aparenta ser más simple y segura, está anclada en la vorágine de su época y, como un barco fondeado, sobrenada a la turbulencia de los tiempos que desde entonces han transcurrido. Así las cosas, ¿con qué ojos leer la historia?
La fábrica de la historia
Así como existen múltiples recetas para preparar sabrosas viandas y cualquier plato local o regional recibe los elogios de sus fieles comensales, también hay todo tipo de historias. Algunas tienen el reconocimiento de las academias, otras de los medios y los manejadores de opinión y otras no salen del ámbito de su aldea o comarca. Pero aún la más humilde tiene una elaborada factura narrativa, expositiva y argumentativa.
La narración involucra la creación de escenarios (dimensiones espacio-temporales), la evolución de unos personajes (dimensiones cognitivas, emocionales, espirituales), y el desarrollo de unos acontecimientos (dimensiones éticas, políticas, ecosistémicas y trascendentes).
La exposición implica la creación de unos hilos o relaciones que conectan conceptos y tratan de reproducir en el texto los entramados mentales que constituyen las explicaciones o teorías (inclusión-exclusión, inducción-deducción, causalidad-casualidad, supraordinación, infraordinación, etc.).
La argumentación comprende la utilización de estrategias diversas desarrolladas para el convencimiento de los lectores (ejemplificación, analogía, autoridad, causalidad, deducción).
Historiar es un dispendioso trabajo de escritura-lectura-reescritura-relectura. Se escribe desde la lectura de las fuentes; se lee desde la escritura de nuestra propia historia; se reescribe en contrapunto con los ritmos de las nuevas generaciones de lectores; se relee como exploración de nuevas claves interpretativas, de nuevos punto de vista, de nuevas oposiciones o afinidades. El lector de un texto de historia tiene ante sí, entonces, más que una serie de imágenes, proposiciones y símbolos encadenados a los cuales deba o pueda hallarles un sentido; tiene ante sí los sentidos dados y reelaborados por la academia, la escuela y los lectores de la calle. Es visible así que leer un texto de historia se inscribe dentro de un más amplio proceso de historiar. El lector resulta comprometido, cómplice o antagonista que valida una comprensión en un contexto determinado. Sin embargo, ¿qué tan consciente es el lector de ese involucramiento suyo?
La lectura de la historia [1] Criterios de búsqueda: George Bush, dog, zapato, Al Zaidi, Bagdad, Irak, 14 de diciembre de 2008.
Cualquier texto, sea periodístico, literario, científico, didáctico, histórico, etc., puede ser leído de diversos modos según convenga a los fines del lector. Por ejemplo, el texto histórico puede ser leído como noticia añeja, narración novelada, explicación curiosa, deber escolar, entre otros.
Un modo privilegiado de lectura de la historia es el del propietario que hace revista de sus bienes. Uno mismo es su historia. Uno es, en gran medida, el triunfador o fracasado que dice ser; incluso el mitómano se cree y vive sus fantasías. Entonces las historias nacionales, las biografías de los vecinos, las historias de las guerras mundiales, entran en la constitución de lo que uno es. La historia leída (como historia comprendida) es parte del mundo de la vida del lector.
Otro modo privilegiado de leer la historia es el terapéutico. Conocer la historia es conocerse a sí mismo, esto es, reconocerse y remediarse, con todos los riesgos y contraindicaciones de cualquier remedio. La historia heroica puede inflamar corazones y matar la crítica; la historia cuantitativa puede demostrar lo insospechado y liquidar la sospecha; la historia rosa y la historia negra pueden difuminar o contrastar las imágenes, hasta la saturación y el embeleco.
Aún otro modo privilegiado sería el del alquimista. La vana ilusión de hallar una explicación definitiva o la fórmula universal para trocar vilezas en tesoros, podría conducir a hallazgos interesantes sobre la naturaleza de nuestra convivencia y nuestra personalidad individual y colectiva.
Entonces, ¿cómo leer un texto de historia?
Como cualquier texto: con curiosidad, con ganas, con mente abierta y un saludable escepticismo. ¿Y cómo provocar en otros la avidez por la historia? Eso depende del gusto cultivado por el invitado al festín: a algunos les apetecen las sobras, los refritos; a otros la chatarra, lo fácil y rapidito; a otros más lo elaborado y exquisito. Los maestros tenemos la posibilidad y ojalá el deber de ayudar al cultivo de los sentidos con que se lee. Nadie gusta, palpa, olfatea, ve ni escucha lo que no tiene ya modelado en su mente; los sentidos van hasta donde el repertorio de modelos mentales y conceptuales los deja.
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