SIEMPRE EN EL CORAZÓN DE GUALEGUAYCHÚ
Recordando al “Curita Gaucho” Luis Jeannot

La calle de las chacras donde nació lleva el nombre de “curita gaucho”. La capilla de la zona, San Pedro del Gualeyán, luce un busto suyo en la fachada. A la biblioteca de su escuelita de campo la bautizaron así: Padre Luis Jeannot Sueyro. Y al acceso principal de Gualeguaychú, también.
Por Luis Apesteguía
El rincón de los poetas de la Plaza San Martín lo incluye entre los próceres de la cultura. La entrada al cementerio está presidida por su efigie y lo mismo la plaza central de Pueblo Belgrano.
El sanatorio donde falleció, aquel llorado 30 de julio de 2008, hace 15 años redondos, se llamaba AGOS y ahora se llama como él. Un grupo de amigos suyos fundaron una asociación y un museo para honrar su memoria.
Todo esto y mucho más, post mortem. Pero en vida, y muy a pesar suyo, recibió también los más variados homenajes: en 1980 le adjudicaron el premio Santa Clara de Asís por su producción radiofónica y el título de socio honorario de la Federación Agraria Argentina; en 1991, el municipio lo declaró ciudadano ilustre introduciendo un peculiar inciso no muy frecuente en el léxico burocrático de las ordenanzas: “no sólo ilustre, sino ejemplar”; y en 1997 el Congreso de la Nación argentina lo reconoció oficialmente entre los “mayores notables argentinos”.

Como dice el refrán: cuando el río suena, agua lleva. ¿Por qué tantas y tan insignes condecoraciones? ¿Quién era este gran hombre de Gualeguaychú, el legendario Padre Luis Jeannot Sueyro? ¿Qué hizo para merecer, sin pretenderlo, tanto aplauso y tanta admiración?
Una llamada, una respuesta
Su madre, Esperanza Sueyro, era gallega. Su padre, Santiago, era francés. Se conocieron en Bella Vista, provincia de Buenos Aires. Y luego de sufridas peripecias lograron instalarse en las chacras detrás del Cementerio, donde el 20 de noviembre de 1917 nació Luis Félix, el menor de sus nueve hijos.
Recibió la fe católica más de su madre que de su padre. Y de sus hermanos aprendió el trabajo duro del campo. Fue alumno de la escuela rural don Pedro Jurado, pero al primer grado lo hizo desde su casa, con maestra particular, porque en aquel año estuvo muy enfermo. Luego cursó tres grados más: el segundo, el tercero y el cuarto. Y nada más, porque no había más.
Los domingos iba a Misa a la capilla Sagrada Familia, frente al Hospital Centenario. El sacerdote, el P. José Schachtel, habrá percibido algo especial en aquel niño sencillo y piadoso porque, un buen día, le planteó la vocación.

La propuesta habrá sido tan desafiante y abrumadora para aquel chico frágil y enteco, de tierra adentro y sin estudios, que le plantó una negativa. Pero después, mientras trabajaba en el campo, sintió que Dios se le metía en el alma y lo llamaba al sacerdocio. Con el paso del tiempo, curtido por la brega de años, el protagonista escribirá el “Romance del llamado”, que recoge en poesía aquel sublime momento de gracia, el “big-bang” de su entrega total a Dios.
El 16 de abril de 1931, a los 13 años, se trasladó a vivir a Paraná. Se sumaba al Seminario menor sin haber completado la primaria para estudiar un exigente bachillerato humanístico y, más tarde, los estudios filosóficos y teológicos, incluidos los temibles latines y griegos.
Sólo Dios sabe cómo lo logró. Con 25 años recién cumplidos recibió la ordenación en la Catedral de Gualeguaychú el 20 de diciembre de 1942. Comenzaba así una aventura de servicio que incluiría entre sus prioridades a los enfermos y a su amada gente de campo.
“Arado con alas”
Enseguida se vio que, además de sus obligaciones naturales como párroco, asumía una vida singularmente austera y no se perdonaba esfuerzos para ayudar a todos los que pudiera. Como luego cantaron los hermanos Pereyra en su tema “Curita Gaucho”, era un hombre “que al prestar su ayuda, se juega hasta la alpargata”.
Sus dos primeros años como sacerdote los vivió en Rosario del Tala. En 1944 se trasladó a Concepción del Uruguay, donde desplegó una intensa actividad pastoral, docente y cultural. Aquel niño enfermizo de las chacras llegaba a ser, ahora, Teniente Cura de la histórica Basílica de la Inmaculada, presidente de la Comisión Municipal de Cultura, y eximio profesor en diferentes centros académicos.
Una vez instalado en la “histórica”, movido por sus ganas de llevar los sacramentos a la gente del campo, comenzó a arriesgar su vida viajando en avioneta hasta Colonia Elía.
Aunque básico y rudimentario, el procedimiento funcionaba: primero sobrevolaban la capilla o la escuela donde estaba la gente, para que los vieran; luego, buscaban un descampado que se pareciera lo más posible a una pista de aterrizaje; y una vez en tierra, llegaban los caballos para recoger al piloto y a tan ilustre visitante.
Entre bromas, el P. Jeannot solía comentar que aquella avioneta, por lo precaria y elemental, no pasaba de un “arado con alas”.
Frentes de servicio
De 1952 a 1954 pasó por Maciá y no dejó a nadie indiferente: se ganó el afecto del pueblo, fundó el club Martín Fierro, y se despidió a su estilo, con un impresionante y emotivo poema. A continuación, de 1954 a 1957 se radicó en Villaguay: recorrió palmo a palmo aquel extenso territorio y, sin miedo al contagio, empleó horas y horas en atender enfermos tuberculosos del Hospital Llanura.
Hasta que llegó el momento de volver a su entrañable Gualeguaychú. Lo hizo en 1957, al cumplir 40 años. Volvía con el alma templada y su corazón de sacerdote más vibrante que nunca.
En el campo, en la ciudad, en todas partes, transcurrieron 51 años de entrega heroica, de hacer siempre lo mismo sin desanimarse, poniendo toda su capacidad de querer y toda su fe en la misión que Dios le encomendó aquel lejano abril de 1931.
Párroco de San Francisco, abrió frentes de servicio por muchos costados. Se metió de lleno en la ciudad, impulsó y alentó numerosas iniciativas cívicas, religiosas, educativas y solidarias, recorrió hasta el último rincón rural, visitó incansablemente a multitud de enfermos en los hospitales y en sus casas, bautizó y casó a miles y miles, confesó otros tantos, fue capellán militar y orador estrella en sinfín de eventos patrios, puso al servicio de la fe sus dotes de elocuencia y su alma de poeta, organizó peregrinaciones a pie y en bicicleta, dirigió programas de radio, visitó presos, escribió versos de asombrosa calidad literaria…
Los que tuvimos la suerte de conocerlo siempre lo vimos así: sencillo, alegre, humilde, sonriente, lleno de bondad y de afecto por todas las personas. Y rezador. Y muy mariano. Con su ejemplo de vida plena, íntegra y coherente nos enseñó que se puede ser feliz sirviendo a los demás, con los pies bien pegados a la tierra y la cabeza y el corazón bien metidos en el Cielo.
Un domingo con Jeannot
Por las vueltas de la vida me tocó una temporada, entre 1988 y 1991, acompañarlo en su Citroen en sus recorridas en los campos.
Me buscaba temprano los domingos, a eso de las nueve. Llegaba habitualmente entusiasmado, luego de celebrar Misa en su parroquia San Francisco y bautizar a decenas de bebés. Yo le esperaba listo, con el agua caliente para el mate. Nada más subir al auto me pedía que le cebara y le pasara algunas galletitas de salvado: siempre entendí que era su desayuno del día.
Como íbamos a almorzar en la casa de alguna familia amiga, de ida paraba en alguna despensa o panadería para comprar algo que llevar. En general, al mandado lo hacía yo y él se quedaba en el auto leyendo el diario, como escondido, porque si adivinaban quién era el “mandadero”, seguro que no le cobraban. Y aunque lo agradecía muchas veces, eso le incomodaba.
El día estaba marcado por la celebración de la Misa, las confesiones, y la atención de enfermos. Eran jornadas cansadoras, sobre todo para él, que en aquella época ya andaba entrado en años.
El regreso a la ciudad, siempre de noche, constituía un real riesgo para su vida y una auténtica prueba de fortaleza física para el pobre curita. Desde mi posición de copiloto lo veía encorvado sobre el volante, peleando con su cansancio y por mantenerse firme en el carril derecho de la ruta 14, entonces llamada la ruta de la muerte. Aún así, siempre quería volver rezando el rosario y me pedía que lo dirigiera.
Cuando llegábamos a destino, el domicilio de la familia Aagard, donde cenaba frugalmente, recogía la lista de pedidos telefónicos de visitas. Luego me llevaba a casa y antes de irse a su habitación de la Parroquia Santa Teresita, pasaba a ver a esos enfermos que le estaban esperando.
¿Cómo hacía para sostener ese trepidante ritmo de vida y de servicio? Seguramente por su oración, por esa unión con Dios que se reflejaba en la paz de su alma. Sea como sea, el Padrecito Jeannot, el famoso curita gaucho, se merece el mejor de nuestros recuerdos y un puesto destacado en la historia de Gualeguaychú y de Entre Ríos.