IMPACTANTE HISTORIA DE VIDA
“Tenía mi casa, pero viví seis años en una plaza”: la joven que dormía sobre cartones y mendigaba obligada por su padre
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Karen Cooper tenía cinco años cuando su papá la sacó de su hogar y llevó a vivir a la calle. “De un día para el otro empezamos a acomodarnos en plazas con cartones y frazadas. Yo no entendía nada”, recuerda. Hoy, con 19, reconstruye aquella historia marcada por el abandono, la violencia y el abuso
Fue durante el invierno de 2011. Karen Cooper todavía no había cumplido seis años cuando su papá le dijo: “Agarrá un abrigo, que vamos a ir a pasear”. La propuesta la llenó de ilusión: hacía rato que el hombre estaba distante y cada vez pasaba menos tiempo con ella. Juntos viajaron desde Turdera, Lomas de Zamora, hasta Barrancas de Belgrano. Para ella iba a ser una aventura, hasta que se hizo de noche.
“Empecé a tener frío y sueño. Le dije a mi papá que quería volver a casa y me contestó: ‘Nos vamos a quedar un ratito más hasta que llegue el tren. Si tenés sueño acostate en este banco’”, cuenta. “Lo último que me acuerdo es que me estaba haciendo mimos. Cuando me desperté ya era de día. Tenía el cuerpo duro de tanto frío y estaba sola. Empecé a mirar para todos lados. ‘Pá, pá’, gritaba. Hasta que en un momento lo vi salir de atrás de un árbol. Otra vez le pedí volver a casa. ‘Hoy nos quedamos acá’, volvió a decirme. Y así sucesivamente. Pasaron dos semanas, un mes, cuatro meses… Seis años nos quedamos en la calle”.
Ese banco de plaza fue el inicio de una infancia y una adolescencia atravesadas por la precariedad y repletas de violencia, abusos y abandono. “De un día para el otro empezamos a acomodarnos en plazas con cartones y frazadas. Yo no entendía nada”, repasa, hoy, Karen. Después de un tiempo, ella y su padre se instalaron en el parque Los Andes, en Chacarita, donde ahora transcurre esta entrevista. “Dormíamos entre los arbustos”, dice apuntando a los arbustos podados en forma de círculo que siguen estando en el mismo lugar.
¿Cómo es crecer en la calle a pesar de tener una casa? ¿Cómo se sobrevive al frío, al hambre, a la mirada ajena? ¿Qué lugar ocupaba la escuela en medio de todo eso? ¿Dónde estaba el resto de su familia? En esta entrevista con Infobae, Karen responde esas y otras preguntas.
Karen hoy tiene 19 años y se dedica a ser mentora de mujeres (Foto/Maxi Bernardi)
La infancia antes de la calle
Karen Cooper nació en un hogar atravesado por la separación de sus padres. Su mamá la tuvo a los 17 años y la crianza recayó en su abuela materna. Fue una primera infancia dura: “Mi abuela tenía mucha preferencia por mi hermana, que era un año y un mes más grande que yo y tenía otro papá. Todo el tiempo marcaba diferencias entre nosotras. A mí me daba de comer polenta y a ella le daba otra cosa. A mí me decía: ‘Negrita’ o ‘Negra de mierda’. También me obligaba a acompañar a mi abuelo a levantar cartón. Mi hermana, en cambio, iba al jardín”.
A pesar de su corta edad, Karen guarda recuerdos muy nítidos de aquella época. De su madre son difusos porque, prácticamente, no estaba en la casa. Su papá, también bastante ausente, la pasaba a buscar los fines de semana cada quince días. “Con él tenía mucha conexión. Me traía chocolates, me llevaba a la plaza y a la calesita. Me alegraba verlo porque era el único que me dedicaba tiempo”, dice.
En esa etapa —explica ahora— nunca se animó a contarles a sus padres lo que le hacía su abuela. “En mi casa había muchas discusiones, gritos y problemas, y yo no quería cargarlos con algo más. Entonces me lo guardaba. Un poco por eso y otro poco porque tenía miedo”, cuenta.
Karen y su papá. En la foto ella tenía 3 años; él, 30
A los tres años, una crisis de salud dejó a Karen al borde de la anorexia. En ese contexto, su padre decidió llevársela a Turdera, la localidad de Lomas de Zamora, donde él vivía. Allí, por primera vez, tuvo una rutina de cuidados básicos. “Mi papá me enseñó a bañarme, porque nadie me lo había enseñado. Tengo una imagen muy linda de él, parado atrás de la puerta, diciéndome: ‘Ahí tenés el jabón; el shampoo sirve para lavarte el pelo; si querés que el agua salga más fría, girá la canilla para este lado’”.
Durante un tiempo la vida pareció estabilizarse, pero meses antes de que Karen cumpliera seis años, todo cambió. Su padre empezó a mostrarse extraño, distante, y a ausentarse casi todo el día. “Ya no salíamos a jugar y apenas me prestaba poca atención. Yo pasaba mucho tiempo sola, mirando televisión. Una vez me caí por la escalera de la terraza y me lastimé la rodilla. No sé si me puse hielo o una curita, pero sí sé que me acostumbré a resolver”, cuenta.
Karen nunca dejó de ir a la escuela. Hace poco recuperó algunos cuadernos de las tareas que hacía en los talleres de apoyo escolar
Dormir a la intemperie
La primera noche que durmió en un banco de cemento a la intemperie, Karen no sabía que ese iba a ser su destino por los próximos seis años. Los primeros meses los pasaron en la plaza Barrancas de Belgrano, hasta que la policía empezó a correrlos de madrugada. “Así llegamos a parque Los Andes, que era como más tranquilo. Encontramos unos arbustos y ahí dejamos nuestros cartoncitos y nuestra bolsa de ropa, que habíamos juntado gracias a donaciones de la gente”, recuerda, mientras señala el lugar.
Allí aprendió a sobrevivir con lo justo y necesario. “Cuando vivís en la calle no te podés armar una casa porque te movés para todos lados. En ese sentido, tener un colchón era todo un tema. Primero, por el traslado; segundo, por las lluvias. Cuando llueve, el colchón no se te seca. Y si lo dejábamos en algún lugar, alguien se lo llevaba. Entonces, era imposible. Para dormir usábamos cartón: lo poníamos sobre el pasto y luego cubríamos con una o dos frazadas para estar más calentitos, porque el cartón se humedecía con el pasto”, recuerda. Lo peor eran las noches de invierno. “Dormir en la calle con frío era una tortura: se te congelaban los dedos, la cara… todo el cuerpo. Era como que dejaba de sentirlo. Nosotros nos cubríamos con nailon para taparnos del viento. Hasta que nos dimos cuenta de que así llamábamos más la atención y podía venir la policía. Así que, directamente, nos tapábamos con el nailon y poníamos la frazada arriba”, explica.
Las duchas con agua caliente eran esporádicas: cada tanto, ella y su padre iban a un parador del Gobierno de la Ciudad, donde podían higienizarse. “Aunque eran diez minutos, esos días los aprovechaba un montón porque podía pasarme jabón por todo el cuerpo y lavarme bien el pelo con shampoo”, dice. Otras veces, la mayoría, recurría a una fuente de la plaza. “Me tiraba agua como podía y la pasaba bastante mal porque estaba muy fría”, agrega.
Karen estudió en la Escuela Primaria Común N.º 1 “Rubén Darío” de CABA
Las dos caras de la escuela
A pesar de la realidad que afrontaba, Karen asistía al colegio a diario. Según cuenta, todas las mañanas se ponía el guardapolvo, pasaba a lavarse la cara y los dientes por un restaurante que estaba enfrente del parque y luego caminaba dos cuadras hasta la escuela pública, donde cursaba jornada completa. “Para mí el colegio era como un hogar. Un lugar calentito para quedarse. Te daban el desayuno, el almuerzo, podías estudiar en la biblioteca”, dice. Sus actividades no terminaban ahí: cuando salía de la institución asistía a un taller de apoyo escolar y actividades artísticas.
Con el tiempo, sin embargo, la escuela también se volvió un espacio hostil. “Antes de entrar al colegio, algunos de mis compañeros pasaban por la plaza y me veían salir de entre los arbustos. Eso me trajo muchos problemas porque empezaron a hacerme bullying y yo me moría de vergüenza”, cuenta. Mientras algunos niños la señalaban y se burlaban de ella, las madres de esos chicos comenzaron a acercarse con gestos de cuidado: “A veces me invitaban a tomar la chocolatada a sus casas y era hermoso. Después volvía a mi realidad y me entraban muchas ganas de llorar. Siempre quise ser igual a mis compañeritos”.
Esa necesidad de pertenecer encontraba un respiro en una fecha especial: el 13 de noviembre, el día de su cumpleaños. Ese día, al menos por unas horas, Karen dejaba de ser “la chica que vivía en la plaza” y podía sentirse una más. “Siempre fui fanática de mi cumpleaños porque es el día en que uno recibe más cariño y atención. Diez días antes, arrancaba con la cuenta regresiva. Soplaba las velitas en la escuela y en el taller”, recuerda. Con el paso de los años, también lo celebraba en las ollas populares donde se acercaba a cenar y le improvisaban una torta. Cuando pedía los tres deseos, ansiaba que alguien de su familia fuera a buscarla para desearle feliz cumpleaños. “Mi ilusión siempre fue que aparecieran mi hermana, mi abuela, mi mamá… alguien. Pero nunca pasó”, admite.
Año 2015. Karen, con 10 años, se fue a bañar a la casa de una vecina del barrio. “Esta foto se la envió ella a mi papá para que supiera que yo estaba bien”, cuenta
De recorrer las villas a pedir en los trenes
Con el paso de los meses, Karen entendió que su papá era adicto y que la calle era su nueva casa. “A los siete ya sabía que se drogaba. Me llevaba con él a la Villa 31 porque era de noche y no quería dejarme sola. Caminaba tan rápido por la abstinencia que yo no podía seguirle el ritmo”, recuerda.
En ese estado, el hombre se aprovechó de su hija. “Mi papá vivía de mí. No es que vino un día y me dijo: ‘Andá a hacer plata’, pero me lo sugirió. ‘Sería bueno que vayas a pedir a los trenes para que comamos. Yo no puedo hacerlo porque soy grande y soy hombre. Vos sos chiquitita y te van a dar más plata’, me dijo”.
Al principio, Karen pedía tímidamente “una monedita, por favor”. Después repartió estampitas y papelitos escritos. Pero cuando la plata no alcanzaba, tuvo que apelar a otros recursos. “Ahí mi papá me hizo cambiar el speech: ‘Decí que tenés dos hermanitos, que yo estoy internado y que necesitás plata para comer’. Y yo me subía al tren y repetía todo eso”, lamenta
En la vida de Karen, la figura de su padre ocupa un lugar complejo. Por un lado -dice- fue quien la rescató del maltrato de su abuela; por el otro, la arrastró a vivir en una plaza y vulneró todos sus derechos. En medio de esa contradicción, ella destaca algunos gestos:
“Mi papá tenía momentos y momentos. Momentos en los que yo no lo reconocía y momentos en los que intentaba conectar conmigo e inculcarme algunos valores. Me explicaba: ‘Vos tenés que limpiar tu guardapolvo. No importa que vivas en la calle: al colegio tenés que ir limpita’. Entonces yo iba y lavaba el guardapolvo en la fuente. Cada vez que podía, me decía: ‘Yo soy el ejemplo que vos no tenés que seguir’. Me lo decía y me miraba con tanta tristeza que yo me ponía a llorar. ‘No digas eso, papi, no digas eso’, le respondía”.
Mientras deambulaba mendigando plata, Karen también atravesó situaciones inesperadas. Una de las más traumáticas ocurrió en un tren casi vacío, cuando un hombre intentó abusar de ella. “Salí corriendo y me bajé en cualquier estación”, recuerda. Tiempo después, una mujer que conoció paseando a su perro en parque Los Andes, le propuso adoptarla. “Me dijo que podía darme la vida que mi papá no me estaba dando: llevarme al colegio, comprarme ropa, juguetes e irnos de viaje. Pero cuando le pregunté si lo iba a llevar a él también y me dijo que no, me negué. No quería dejarlo solo”, relata.
A los 12, en su último año del primario. “Siempre fui abanderada”, dice
“¿Nosotros teníamos una casa?"
Seis años después de aquella tarde en la que le había dicho “vamos a pasear” y la llevó a dormir por primera vez a un banco de plaza, el padre de Karen volvió a repetir la misma palabra: “Vamos”. Ella no entendía a dónde, pero, como siempre, lo siguió. “Subimos al tren y en un momento veo que es mi casa. Le dije: ‘Pará, ¿nosotros teníamos una casa? ¿Esto era nuestro?’. Y me dice: ‘Sí, pasá, es tuyo’. Me chocó un montón. Muchos sentimientos encontrados. No podía creerlo: tenía mi casa pero viví seis años en una plaza”, recuerda. “Estaba todo como lo había dejado: la cama con el mismo acolchado, mi camperita favorita, que ese día no me la había llevado, mi ropa bien acomodadita, mis juguetes, que ya no me interesaban y los tuve que regalar”, agrega.
Cuando cumplió 15, se reencontró con su madre que, para entonces, había formado otra familia. “Empecé a contarle todo lo que había atravesado. Ella me escuchó y, en un momento, me dijo: ‘Sí, yo ya sé que pasaste todo eso. Estaba al tanto de todo’. Yo por dentro pensaba: ‘¿Estabas al tanto de todo y nunca viniste a buscarme?’. Fue durísimo porque, además, ella tuvo más hijos y con ellos era una mamá presente”, dice.
Cuando por fin pudo volver a dormir en una cama, guardar comida en una heladera y bañarse todos los días con agua caliente, Karen creyó que su vida iba a cambiar para bien. Pero no fue así. “Mi papá entró en el alcohol y canalizaba toda la abstinencia de la droga conmigo. Me pegaba, me agarraba la cabeza y me la daba contra la pared. Me ha revoleado vasos de vidrio y me ha amenazado con botellas cortadas”, recuerda. Los golpes eran tan fuertes que, más de una vez, fingió desmayos para que dejara de “pegarle piñas”.
Del enojo al perdón
Después de cumplir 15, Karen se independizó y se fue de la casa de su padre. Terminó el secundario en la Escuela N° 41 de Turdera y se refugió en la fe. Aceptar lo que había vivido no fue fácil. “Hasta ese momento tenía todas las emociones muy guardadas, como que las había ocultado”, dice. Primero apareció la bronca: “Me empezó a dar mucha ira y frustración para con mis padres. ‘Yo dormía en la calle, yo salía a pedir plata por los trenes... ¿Nadie se daba cuenta de que todo eso estaba mal?’, pensaba”. Hasta que finalmente entendió que quedarse enojada no le iba a servir. “Mi mejor método de defensa fue decir: ‘Soy la mujer que soy gracias a todo esto que pasé’. Igual, me costó un montón procesarlo”.
Sin dinero para costear sesiones de terapia, encontró en Internet su forma de empezar a sanar. “Veía videos en YouTube para entender de dónde vienen las heridas y cómo sanarlas. Todo me llevaba al perdón. Y yo decía: ‘La verdad es que no quiero perdonarlos y después sentarme al lado de ellos como si nada’. Hasta que entendí que el perdón no es eso, que hay muchas maneras de perdonar”, dice. La que encontró ella fue escribir cartas de liberación. “Les escribí a cada uno como si les estuviera hablando. ‘Papi, querido: Todo lo que hiciste me dolió, pero te suelto’, le decía. Lo mismo con mi mamá, con mi abuela. Después las quemé en el fuego”, cuenta.
Aunque ahora no tiene relación con sus padres, hace dos años, su papá le tocó el timbre y, como pudo, le ofreció unas disculpas por las situaciones a las que la expuso. “Yo te quiero pedir perdón por todo lo que te hice, por todo lo que pasaste”, le dijo mientras lloraba “como un nene”. Para ella fue un buen gesto y así lo recibió. “Me gustó recibir perdón de su parte”, asegura.
“Por el entorno en el que crecí podría haber terminado robando o en la droga. Pero elegí ser distinta”, dice Karen
Hoy, Karen se dedica a ser mentora de mujeres. “Para eso primero tuve que sanar yo. Estudié formación de alto impacto, coaching y realicé varios cursos de psicoterapia. Mi hambre por ayudar era mucho. ¿Qué hago? Acompaño a mujeres que atraviesan duelos, desamores, que se sienten en piloto automático. Yo pasé por ese proceso y sé lo que se siente estar ahí. La raíz siempre es tu historia: tu infancia, tus traumas, tus heridas pasadas. Hacer esa introspección es lo que permite sanar y pasar a otra etapa”, explica.
“Yo soñaba con ser una mujer que pudiera enfocarse en ella misma, que pudiera decir que no sin sentir culpa. Hoy sé decir ‘Hasta acá’, sé lo que quiero y lo que no quiero. Hoy puedo hablar, expresarme, decir lo que siento. Lógicamente, me faltan un montón de cosas por aprender, pero lo principal, que era convertirme en la mujer de mis sueños, ya lo alcancé”, se despide Karen, con la convicción de quien convirtió la herida en un motor para seguir adelante.