Al final, las cosas no suceden porque sí
Puede sonar muy duro, pero el caso de la tragedia por la gresca entre ferroviarios debiera ser visto como un irrefutable silogismo argentino de culto a la fuerza y la prepotencia.Nada sucede por que sí, todo tiene su razón, aunque no podamos verla fácilmente, o mejor: aunque no queramos verla. Sentemos una tesis: la vida social argentina se desarrolla dentro de una matriz cultural.La pregunta es: ¿desentona este episodio sangriento, de suerte que deberíamos sorprendernos de que ocurra? ¿O es resultado lógico de un sistema de creencias hegemónico?Más allá de los pormenores de la historia, de los personajes intervinientes y sus intereses, de la impunidad con que se movieron, de la pasividad de la policía, no debiéramos perder de vista el cuadro ético-cultural-institucional en que tuvo lugar.Y después preguntarnos si el hecho tiene conexión con ese contexto. Si hacemos este ejercicio intelectual, quizá podamos concluir que en realidad estamos frente a un corolario.El dato crudo es que estamos en un país atravesado por la anomia, que no sabe resolver sus diferencias sino mediante métodos violentos. Un ambiente en el cual la práctica mafiosa, cuya esencia es vivir fuera del Estado de Derecho, impone su lógica brutal.Al choque sangriento entre ferroviarios, así, debemos colocarla en el paisaje de todos los días, donde ya no sorprenden la toma de colegios y fábricas, el bloqueo de calles, la inseguridad creciente, la violencia verbal en el discurso público, los escarches, y ese deporte nacional consistente en sacar gente a la calle para demostrar poder.El sistema de creencias al cual recurrimos los argentinos para tratar de resolver nuestros mayores problemas, no abreva en la ley y el derecho, sino en la cultura del apriete y la patota.La política pública está dominada por esta lógica de la imposición y la arbitrariedad, que empalma con la vieja tradición autoritaria y fascista que postula, básicamente, el gobierno del más fuerte.En nuestras pampas rige el monopolio político de uno solo o minoría. Y esto no sólo respecto de los poderes del Estado, sino de otros grupos sociales, como los sindicatos, de tal forma que tenemos un sistema de dominación que no da cabida a la vida democrática y es profundamente antirrepublicano.Pareciera como si a la Argentina le faltase un sistema político-institucional que le dé estabilidad, o más bien una gobernabilidad asentada no ya en la arbitrariedad de una persona o grupo sino en el imperio de la ley.El país parece condenado a repetir el ciclo monótono: de poderes autoritarios a la anarquía y de la anarquía al autoritarismo. No es casual, en este contexto, que a lo largo de más de medio siglo juntas militares hayan alternado el poder con gobiernos democráticos débiles o incompetentes.Tenemos una larga tradición de facto en la que el caudillo -ese líder mesiánico objeto de culto- gobierna de espaldas a la ley; él hace la ley. Pero este sistema incuba, por su propia lógica, las irrupciones rebeldes de una sociedad que busca un cause para expresarse y que impugna a la autoridad, a la que ve como usurpadora.El mejor régimen político es aquel que sabe conciliar la libertad con el orden. Dicho régimen es un sistema o una tradición, cuya legitimidad no se discute y es superior a los inquilinos del poder y los gobiernos, cuyo discurrir es aleatorio.La muerte de Mariano Esteban Ferreyra, de 23 años, asesinado a balazos por una patota gremial, es una desgracia nacional. Pero también es una metáfora de un país alejado de la ley, que celebra y justifica el matonismo y la voluntad del más fuerte.
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