EDITORIAL
Calidad de vida no es lo mismo que nivel de vida
Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo es que la riqueza material, individual o social, puede coexistir con un sentimiento de malestar o de infelicidad, correlación que pone en entredicho el paradigma de que es suficiente la acumulación de bienes
“Por el hambre de los niños pobres, y por la tristeza de los niños ricos”. Así decía una célebre frase de Carlos Saúl Menem en los ‘90, mediante la cual sugería que él trabajaría para mitigar dos desgracias. A decir verdad, más allá del carácter demagógico de la propuesta, la aseveración de que algunos ricos eran infelices no dejaba de ser sugestiva. ¿Qué puede causar la tristeza de los niños ricos? ¿Qué les falta? ¿Cuál es su vacío? El punto es que desde hace tiempo los sociólogos que estudian las modernas sociedades occidentales han llegado a la conclusión de que no todas las personas que viven con abundancia material son felices. Es decir, no se verifica una relación causal entre mayores ingresos económicos y felicidad. Algunos psicólogos, por otro lado, hablan del “lado oscuro de la riqueza”, haciendo referencia a que el estilo de vida consumista esconde conflictos y malestares. A partir de esta constatación muchos analistas sugieren no confundir “calidad” con “nivel” de vida, dando a entender que la felicidad humana no se reduce a cuestiones meramente cuantitativas sino que responde a razones cualitativas. En otras palabras, el sufrimiento o dicha de una persona, y por extensión de los grupos humanos, no estarían determinados por su estándar económico, reflejado éste básicamente por el nivel de ingresos o capacidad de consumo. Se cree, en cambio, que la satisfacción existencial de las personas tendría que ver con la “calidad de vida”, concepto que involucra un cúmulo de bienes y servicios -muchos de ellos “intangibles”-, que van más allá que la acumulación de bienes monetarios y del consumo material. De esta manera los cientistas sociales, cuando estudian los niveles de bienestar de los grandes grupos humanos, sin dejar de considerar los indicadores puramente económicos, ponderan sin embargo la cobertura de otras necesidades humanas de orden espiritual y moral. Incorporan a su análisis valores como la libertad, la dignidad humana, la salud, la seguridad, la confianza en el futuro, la estabilidad económica, el bienestar, la cultura, el medio ambiente sano, la satisfacción por el trabajo desempeñado, el buen uso del tiempo libre, entre otros. Por eso el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha incorporado desde 1990 una nueva fórmula para establecer el grado de desarrollo humano y de calidad de vida de los países. Se trata del “Índice de Desarrollo Humano” (IDH), que toma en cuenta elementos cotidianos de la vida de una comunidad y que combina indicadores cuantitativos y cualitativos. Esta nueva fórmula pretende ser una medida del bienestar de una sociedad, de sus condiciones integrales de vida. Algunos analistas pretenden establecer un “índice de felicidad” al evaluar la calidad de vida de un grupo. Al respecto, sostienen que no siempre el nivel de ingreso de un país significa que su gente está más satisfecha. De hecho podría darse el caso de que una persona de condición económica modesta pudiera estar más satisfecha con su vida, que un millonario disconforme y depresivo. Como sea, aunque se puede aceptar que los hombres aspiran a la felicidad, el problema es que no todos la entienden de igual modo.
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