LA JUSTICIA EN LA MIRA
Caso Gustavo Rivas: La justicia de los iguales
El sistema judicial atraviesa una crisis de legitimidad que jaquea su rol en la efectiva protección de derechos para las mayorías y muestra cada vez más sus hilachas y las de sus actores. El Superior Tribunal de Justicia está cada vez más asociado a prácticas poco transparentes, a fallos de perfil oportunista y con un sesgo clasista. El modelo Carubia.
Juan Cruz Varela
Opinión
Que todos los habitantes de la Nación son iguales ante la ley es apenas una ilusión constitucional, un mandato incumplido que ubica a los ciudadanos en una situación irresistible.
El Poder Judicial atraviesa una crisis de legitimidad desde hace tiempo. Existen reclamos sobre la falta de respuesta para resolver conflictos que deterioran la calidad de vida de la ciudadanía, sobre su mal funcionamiento, sus vínculos con el sistema político o sobre la falta de empatía con aquellos que acuden a diario a los tribunales para resolver un conflicto.
El colectivo feminista, por ejemplo, ha levantado la voz para advertir sobre la falta de perspectiva de género y un sesgo clasista que repercute en la falta de acceso a la justicia para quienes buscan alguna protección estatal; y el foco está puesto especialmente en el Superior Tribunal de Justicia (STJ), la última instancia de revisión de casos, por su capacidad de interferir con decisiones de alto impacto.
Unos días atrás, la Sala Penal del STJ dispuso la aplicación de la modalidad de prisión domiciliaria para Gustavo Rivas, un abogado, otrora ciudadano ilustre de Gualeguaychú, condenado a 23 años de prisión por ocho cargos de abuso sexual a menores de edad. Los fundamentos de aquella decisión fueron aportados por el vocal Daniel Carubia.
Rivas tiene 77 años y Carubia dijo que “la concesión del citado beneficio no está condicionado a ningún otro requisito más que a la comprobación de la edad del condenado”. Los jueces, según su consideración, tienen la potestad en la ejecución de la pena “para disponer la modalidad domiciliaria de cumplimiento de la pena privativa de libertad a los mayores de 70 años de edad, sin requerimiento de otra u otras condiciones más que la utilidad de ella en el caso concreto, en tanto se verifique su conveniencia y no se vislumbre fundadamente un concreto riesgo de fuga de la persona condenada”.
Se puede entender que un juez no está para agradar ni para jugar para la tribuna. Carubia dice que la ley le impone conceder el beneficio de la prisión domiciliara a una persona mayor de 70 años y la aplica aun cuando esa decisión no deje conformes a las víctimas, a quien esto escribe o a una parte de la sociedad. Y está bien que así sea.
Pero la situación se complejiza cuando un juez se contradice a sí mismo. Y este Carubia, que ha sabido resistir el paso del tiempo y las desventuras del sistema judicial, es el mismo que cuatro meses antes había opinado exactamente lo contrario.
Este Carubia es el mismo que en febrero había negado el beneficio del arresto domiciliario a José Raúl Grantón, condenado a 16 años de prisión por homicidio en ocasión de robo del productor agropecuario Pascual Viollaz, en un caso de alta trascendencia social.
Grantón no es profesional; por el contrario, es un changarín de 72 años, con algunos achaques y que ha pasado más de la mitad de su vida en prisión, actualmente en la unidad penal de Concepción del Uruguay. En su caso, también pidió cumplir la condena en su domicilio, pero el criterio de Carubia fue diametralmente opuesto aquella vez. “El tópico etario (…) por sí solo y automáticamente no es motivo suficiente para otorgar la prisión domiciliaria”, dijo el supremo. “Es clara la letra legal al disponer que el juez ‘podrá’ disponer el cumplimiento de la pena mediante detención domiciliaria, la cual debe evaluarse considerando la concreta posibilidad de fuga del imputado, lo que la aleja de toda otra forzada interpretación”, agregó.
La contradicción parece evidente: ¿el beneficio deberá concederse con la sola comprobación de la edad de la persona o es una facultad del juez hacerlo o no hacerlo?
El Carubia de febrero responde con el Código Penal: “Podrán, a criterio del juez competente, cumplir la pena de reclusión o prisión en detención domiciliaria (…) d)- el interno mayor de 70 años”. El Carubia de junio retruca: “Estamos ante una persona mayor de 70 años, siendo que la concesión del citado beneficio no está condicionado a ningún otro requisito más que a la comprobación de la edad del condenado”.
Los pobres de las cárceles
Lo que se expone es acaso un dato de la realidad: la extrema desigualdad de las personas frente a la justicia.
El jurista italiano Luiggi Ferrajoli habla, sobre todo, de la desigualdad generada por la pobreza, como “la fuente más grave y vistosa de discriminación” y plantea que existen discriminaciones de las personas pobres originadas en el momento de la ejecución de la pena, en las desigualdades en la concesión de beneficios ligada, inevitablemente, más que a la buena conducta, a criterios tales como las posibilidades de ocupación, la contención familiar, el nivel de educación y similares.
El resultado de esa creciente desigualdad es el carácter cada vez más clasista de la justicia penal y una prueba de ello es la composición social de la población carcelaria, formada, mayormente, por personas pobres y marginadas.
Eugenio Zaffaroni ha dicho que las cárceles del mundo están aquellas personas que responden “al estereotipo social” que una sociedad ha construido y, en el caso argentino, son “los adolescentes de los barrios pobres”. La definición completa debería decir que la población penitenciaria pertenece a los sectores vulnerables, está integrada por varones jóvenes, pobres y sin trayectorias educativas o laborales.
Las estadísticas abonan esos postulados: hacia finales de 2021, el 50,3 por ciento de los individuos privados de la libertad en cárceles entrerrianas tenía 35 años o menos; el 26,6 por ciento no había completado la escuela primaria, el 3,2 por ciento no había pasado nunca por el sistema educativo, el 88,7 por ciento no había completado la escuela secundaria, apenas el 1,4 por ciento había cursado estudios terciarios o universitarios y había apenas nueve profesionales con título universitario.
Gustavo Rivas es un profesional y, en su caso, el supremo Carubia sumó otro pretendido argumento: la “condición sociocultural” (sic) del abogado y ex ciudadano ilustre de Gualeguaychú.
La “condición sociocultural” y la edad avanzada de Rivas, dice Carubia, atentarían contra “la posibilidad de algún cumplimiento real del fin resocializador de la pena” en una unidad penal, a lo que debe añadirse el hecho de que las condiciones “se ven agravadas por las propias condiciones de vulnerabilidad y hacinamiento en que se encuentra la población carcelaria”. Carubia dixit. Pero no va más allá. No abunda en fundamentos. En cambio, sí exhibe un cierto encono hacia las víctimas, aquellos que acudieron a su estrado en busca de una reparación por el daño sufrido.
El sistema penal debe garantizar que quienes cometan delitos sean capturados, juzgados y sancionados; que las penas sean razonables y que su cumplimiento se dé bajo un régimen de tratamiento progresivo que les permita a los condenados reintegrarse a la vida en sociedad habiendo reparado el daño causado y con la premisa de no volver a provocarlo. Pero, antes que nada, debe garantizar la igualdad ante la ley.
Parece difícil, en un contexto como el actual, no admitir el fracaso. El fracaso que representa la prisionización de la pobreza generada por una degeneración clasista de la justicia penal.