EL LUGAR DE LA CIENCIA
Cristales rotos
Cuando era niño solía mirar el cielo y soñar con descubrir el cosmos o mirar el río e imaginar viajes como los que me contaba Julio Verne. Afortunadamente no era el único.
De ningún modo pretende esta columna acunar nostalgias ni caer en la falsa premisa de creer que todo tiempo pasado fue mejor. Nada de eso. Es que algunas cuestiones parecieran abordarse con mayor comodidad describiendo situaciones personales aún a riesgo de caer en la auto-referencia. Quizás la influencia de los libros de aventuras que referían un mundo en el que todo estaba por descubrirse o el vértigo de que, día a día, lo que parecía una fantasía iba convirtiéndose en realidad y nos permitía soñar con que podríamos en un tiempo no muy lejano (tiempos de niño, claro) mezclando sal y pimienta o alguno de los elementos caseros a nuestro alcance, descubrir la cura para el cáncer o, avión de papel mediante, revelar nuevas potencialidades de la ley de gravedad. Lo importante, en definitiva, no era lo que imaginábamos sino el hecho mismo de sentir que la transformación del mundo estaba o estaría, en cierto modo, cada vez más cerca.
Habíamos llegado a la luna, las computadoras eran una realidad (no al alcance masivo, eso es verdad, pero estaban acercándose a paso acelerado), otras formas de energía se volvían accesibles y todo eso (lo supe muchos años más tarde) tenía que ver con la ardua tarea de unas personas (que no necesariamente vestían guardapolvos blancos como se nos mostraba en las películas) a las que, genéricamente llamamos científicos.
En nuestro país, en febrero del 1958 se creaba un organismo del Estado al que denominaron CONICET, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas respondiendo a la necesidad de estructurar un organismo académico que promoviera la investigación científica y tecnológica en el país. Su primer presidente: nada menos que Bernardo Houssay, quien había recibido el premio Nobel de Medicina apenas unos años atrás, en 1947.
A principios de este año, el CONICET fue clasificado como la mejor institución de investigación de un gobierno latinoamericano por el Ranking de Instituciones Scimago (que combina una serie de variables pertenecientes a tres grandes ámbitos: Investigación, innovación e impacto social) y el segundo entre todas las instituciones de investigación en la región; asimismo, ocupa el puesto 141 entre 8084 instituciones académicas, científicas y gubernamentales dedicadas a la investigación en todo el planeta. Casi nada.
Hoy, nadie en su sano juicio puede negar que la investigación constituye la base de las políticas gubernamentales en todos los países desarrollados. Para sostener esta afirmación solo basta con observar que los dos países que más dinero invierten en investigación en el mundo son sus dos líderes: Estados Unidos y China. En investigación y en investigadores. Y esto no es un juego de palabras.
Por razones casi obvias, escuchar o leer acerca de investigación o investigadores nos hace pensar en inventos o creaciones más ligadas a mis fantasías infantiles que a la realidad de lo que implican las investigaciones, ya que hoy por hoy (y transitoriamente como todo en la ciencia) existen las Ciencias Sociales y Humanidades con trabajos relacionados con la literatura, la lingüística, la filosofía, la sociología o la historia entre otras tantas que son tan importantes como una nueva aplicación de celular o el descubrimiento de un nuevo agujero negro en el espacio.
Dirá quizás alguien: y eso a mí, ¿qué me importa? ? ¿cómo puede alguien gastar tiempo y dinero estudiando detalles sobre lo que a alguno se le ocurrió llamar La noche de los cristales rotos? ¿en qué me cambia la vida saber por qué un grupo de locos hayan estado rompiendo vidrios en una cervecería de Alemania el siglo pasado?
Todo cuanto podamos conocer nos afecta de algún modo; desconocer, mucho más aún. Para ello, es preciso que haya más guardapolvos blancos y menos energúmenos rompiendo cristales.
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”