Cuando los hechos no encajan en la ideología
Aunque es un déjà vu (en francés 'ya visto'), en un país donde la malversación de fondos públicos no causa extrañeza, el escándalo Schoklender tiene otra arista: discute el dogma de que ser progresista equivale a ser decente.El episodio es disonante con la visión maniquea del mundo según la cual el mal está a la derecha del arco ideológico. Todo cuanto provenga de ese lado está insanablemente corrompido.Ergo: la virtud moral es patrimonio de la izquierda, de suerte que quienes militan dentro de ella -por ejemplo el gobierno y sus aliados- no son alcanzados por la corrupción.Acusar de deshonestidad al ahora ex apoderado de las Madres de Plaza de Mayo, y poner en duda la ética de éstas y del gobierno, es poco menos que una herejía. Es cuestionar, como reconoció alguien del oficialismo, la "hegemonía cultural" del kirchnerismo.En lugar de ir a fondo con la investigación, haciendo que nadie se ponga por encima de la justicia y la ley, como lo aconseja la ética republicana, voceros del gobierno salieron a hacer "reparaciones" ideológicas, denunciando hostilidad mediática hacia Hebe de Bonafini.Jorge Lanata, que ha escrito varios artículos sobre el asunto, comparó esta reacción con la táctica de los militares de la dictadura de calificar de "campaña anti-argentina" toda crítica opositora al régimen de facto.La tendencia básica es ignorar los hechos que contradicen convicciones ideológicas. De lo que se trata es de hacer desaparecer las pruebas de la realidad, o sacrificar los datos en función de la ideología del poder.El escritor Albert Camus supo repudiar el positivismo moral de los hegelianos de izquierda de su época (mediados del siglo XX), para quienes lo verdaderamente importante es la "marcha de la historia".La tesis central de esta gente radica en la superstición en virtud de la cual la historia se mueve en una dirección de acuerdo con las leyes naturales. Ir contra esta dirección, por tanto, es ir contra la verdad misma.Esta certeza le da al ideólogo que cree en ella inmunidad ética. Porque no hay ningún patrón moral salvo el que emerge de la fuerza histórica, de lo existente (hegemonía), que es bueno y razonable en sí mismo.La consecuencia práctica de esta creencia es que resulta imposible toda crítica moral al estado de cosas existente, puesto que ese estado mismo determina los patrones morales.El fin (la marcha de la historia), por tanto, justifica los medios. Como escribió el filosofo argentino Tomás Abraham: "La obtención de los logros hasta la victoria final necesita de personajes que aun siendo burgueses, corruptos, mal o bienintencionados, mientras piloteen el barco hacia la lucha popular, si se convierten en portavoces de los pobres contra los ricos, poco importa si compran tierras a cero pesos y las revenden a mil, o si emiten bonos cuyo dinero se evapora, si mienten a diestra y siniestra, o si roban. Todo tiene sentido desde el punto de vista de los fines". A todo esto, el escritor J. Fernández Díaz, en un interesante artículo, concluyó que "la corrupción no le importa a nadie", al hacer un severo juicio sobre la tabla de valores de la sociedad nativa. Una encuesta de Poliarquía revela que la corrupción no es algo que indigne a los argentinos. Figura en un sexto renglón casi insignificante (3%) entre sus reales preocupaciones.Aunque esto está en sintonía con las elecciones que ganaba Carlos Menem en los '90, cuando muchos votantes privilegiaron el "voto cuota" a la moral pública. Por entonces predominaba el axioma popular de "roban pero hacen""Antes se robaba para la Corona, ahora se roba para la revolución nacional y popular", gatilló Fernández Díaz. Así apuntó sus dardos contra aquel progresismo oficial que en los '90 se rasgaba la vestidura por la corruptela menemista, pero que hoy supedita la ética al "proyecto".Ése es el nuevo vocablo que hoy designa la "marcha de la historia" la cual, como se sabe, tendría razones que la moral desconoce.
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