INTELIGENCIA ARTIFICIAL
Cuando los robots aprendan a reír

Nos guste o no, para bien o para mal, desde hace tiempo los robots están entre nosotros, me pregunto ¿presagian tiempos de convivencia o estamos creando un futuro conflictivo?
Luis Castillo*
Ya hemos compartido en otras columnas la cuestión de la robótica ―no ya como ciencia ficción sino como partícipe necesario de nuestras vidas― y que, si nos limitamos a su etimología no sería otra cosa que la ciencia de los robots lo cual, como en la mayoría de las definiciones, no define nada. Un robot, hoy, es tanto una máquina que repite en forma ininterrumpida movimientos con una precisión inimaginable, sin agotarse (salvo la esperable “fatiga” de los metales), sin quejarse, sin retribución pecuniaria, sin carga de familia, sin posibilidades de padecer enfermedades, sumado a la cada vez mayor capacidad de aprendizaje a partir de extender su memoria hasta lo insospechado. Dicho así uno no puede menos que ver el sueño preciado de un sistema que descarte a los humanos y opte por esta maravilla tecnológica que se limita solo a cumplir nuestros sueños y fantasías.
Esas máquinas ―esos robots― ya existen desde hace varios años y han ido ganando silenciosamente su espacio tanto en el mundo laboral como en el otrora espacio patrimonial de los humanos como es el espacio social. La mano metálica que corta metales manipula metales líquidos, tolera temperaturas extremas, no es el problema. La cuestión surge cuando vemos cómo, aceleradamente, se avanza sobre la antropormización (sí, ya sé que no existe esa palabra, pero me parece un neologismo muy gráfico) de los robots. Como si se fuera paladeando el placer de hacer objetos “a nuestra imagen y semejanza”. Ser dioses, en definitiva. Crear hombres, mujeres, animales, que respondan a una programación determinada e, incluso, que lleven consigo la posibilidad de aprendizaje y cada vez mayor autonomía.
Ya hace algunos años, un verdadero maestro de la literatura en quien podemos ver muchos rasgos de una mirada filosófica en sus relatos fantásticos, Isaac Asimov, creó lo que se conoce desde entonces como: las leyes de la robótica. Estas fueron enunciadas en 1942 en su cuento “Runaround", y son:
Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daños.
Un robot debe obedecer las órdenes que le den los seres humanos, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
Un robot debe proteger su propia existencia siempre que dicha protección no entre en conflicto con la Primera o Segunda Ley.
No es difícil darse cuenta de que esas tres leyes, aplicadas a la raza humana, haría innecesarios no solamente los códigos penales, sino que, de cumplirse, no precisaríamos de cárceles, de policías ni de jueces. Pero claro, por eso se le llama ciencia ficción.
Cada vez los robots son más humanoides, más semejante a nosotros, pero todavía ―todavía―, no han llegado al punto de suplantarnos. ¿O sí?
Una de las enseñanzas (si pudiera llamársele así) que nos dejó la pandemia es que interactuando con las máquinas no se hacía tan complicado ni desesperanzador no interactuar con los demás seres humanos. Que frente a una máquina que, por definición y transitoriamente, carece de sentimientos, no es preciso fingir, ni pedir perdón, ni ejercer la tolerancia, la paciencia o la empatía. Pueden leerse relatos en las redes de quienes descubrieron que no solo era más seguro sino hasta casi más agradable el sexo virtual que una prostituta o prostituto de carne y hueso. Gente incapaz de sostener un encuentro de diez minutos podía prolongar hasta la madrugada conversaciones con decenas de desconocidos amigos virtuales. Que las aplicaciones de música o cine conocen nuestros gustos y nos dan lo que buscamos sin pedirlo y, cuando nos cansamos de cualquiera de estas interacciones, sin pedir disculpas, sin culpa y sin remordimientos, apretamos una tecla y todo desaparece. Hasta que volvamos a convocar a nuestros robots que, ellos sí, por ahora cumplen a rajatablas las leyes de Asimov.
No falta mucho para que esos compañeros o compañeras de charlas, de silencios, de sexo, de cómplices ocultos deseos; esos compañeros o compañeras que no juzgan, no ofenden, no se ofenden; estén en cada casa, en cada oficina, en las plazas, en los geriátricos o en los hospitales habiendo aprendido lo que, como humanos, no pudimos.
Creo, pero es solo una suposición, ya que, para que esto que enumero suceda, haría falta que los robots aprendan a sonreír, a mirarnos a los ojos y luego sonreír, a acariciarnos en silencio y luego sonreír. Lo demás, ya no es necesario.
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”