¿SON TODOS IGUALES?
De grietas y de broncas

El poder es cosa de minorías, a veces de una minoría tan pequeña que hablamos de una monarquía o una dictadura; pero en democracia… ¡qué problema es el poder en democracia!
Por Luis Castillo*
El poder es definido en general como la capacidad de un individuo o una institución para influir en el comportamiento de otras personas, cuando ese poder es legítimo hablamos de “autoridad”. En un Estado democrático, la idea de poder está asociada indivisiblemente a la de autoridad. De allí que llamemos “autoridades” a quienes otorgamos el poder para transformar positivamente nuestras sociedades. De los diferentes tipos de poder ―cuestión que naturalmente no voy a intentar describir ni analizar― quiero centrarme en el poder político, entendiendo como tal el poder que el pueblo delega en el Estado para que tome en su nombre las decisiones respecto de la conducción de los destinos de la sociedad.
La democracia ―ese formidable invento de los griegos―, vino a quitar un poder que se creía heredado de los dioses o bien ganado por la fuerza o la inteligencia (sin olvidar la astucia, que no es sino una devaluada forma de inteligencia) para ofrecérselo a quienes habitaban la polis, ese espacio en donde no gobernaban ni decidían los dioses sino los hombres, genéricamente hablando en este momento pero no así en la Atenas de entonces, donde no se contemplaba en este plano de igualdad ni a los esclavos ni a las mujeres. Mucho menos a los extranjeros. ¿Y cuál fue en definitiva lo más destacable de aquella comunidad de iguales ―más allá de sus diferencias, que podríamos catalogar como virtudes o defectos―? La isonomía. ¿Qué es eso? La igualdad ante la ley. Las mismas leyes regían para todos: pobres, ricos, buenos y malos, las leyes debían ser respetadas incluso por quienes las creaban. Tratemos de imaginar lo revolucionario de la idea en sí misma, en sociedades en las que no conocían otra autoridad que la heredada o conquistada y cuyos representantes solo generaban leyes para ser obedecidas por los súbditos y no por ellos mismos. Y esas leyes a las que todos debían someterse no venían dictadas por ningún poder superior, mágico o místico y por lo tanto inmutables e intocables sino por asambleas de ciudadanos. De todos los habitantes de la polis. Ya que todos, por el solo hecho de ser ciudadanos eran políticos, y si alguna de esas normas creadas por la mayoría se consideraba en un momento inconveniente o insuficiente, se la abolía. Todos los atenienses ―esos habitantes de la polis― eran políticamente iguales ante la ley.
Claro, es verdad que esto parece en cierta forma un cuento de hadas y quizás de algún modo lo sea si lo idealizamos y creemos que esta es la perfección en cuanto a la toma de decisiones. Naturalmente que de este modo no solo es imposible sino que, además, sería en muchos casos desatinada. No puede tener el mismo peso de opinión si de epidemias se trata, por ejemplo, la de un profesional sanitarista que la de un herrero ni en cuestiones de política exterior la de un experto en diplomacia que la de un vendedor de electrodomésticos. Siempre vamos a estar eligiendo para que nos represente a quien consideramos, de algún modo, mas capaz para ese rol. ¿Messi o Ginóbili? Y, depende de que deporte se trate la disputa. ¿O alguien hubiera elegido a Manu para representarnos en Qatar?
Del mismo modo, cuando elegimos nuestros representantes políticos, instintivamente diría (haría falta toda una columna para explicar y justificar ese adjetivo), ponemos la mirada en quien consideramos, de algún modo, superior a nosotros. Nunca vamos a elegir a quien creamos ―errónea o acertadamente― igual o inferior a nosotros mismos. El político debe, de algún modo y bajo esta mirada, destacarse del resto. Por su formación, por su carisma, pero fundamentalmente, por la capacidad de poner en palabras nuestros deseos. Por permitirnos soñar con que podemos estar mejor o menos peor de lo que estamos. Ahora bien, esas promesas a veces ―demasiadas veces quizás― no se cumplen. Las razones son irrelevantes ya que cada uno tendrá una explicación que considerará la más certera, lo que sí es relevante es que cada promesa incumplida, cada ilusión destruida (aunque sepamos que era solo una ilusión, algo no real) genera malestar. Bronca. Bronca contra quien nos vendió espejitos de colores, bronca contra mí por haberlos comprado y contra quien me lo enrostra a cada instante, bronca contra los medios que amplifican lo que me molesta y no lo que me gustaría, bronca contra el que me hace nuevas promesas. Bronca hacia quien cree en esas nuevas promesas. Bronca. Entonces…que se vayan todos. Todos son iguales. Y sí, son iguales…al resto de los mortales. A usted, que no le importa la política, a aquél, que no entiende de política, a la señora que hace las compras o al vendedor que está cansando de escuchar las quejas de los clientes.
Qué paradoja que, después de tener que esperar 26 siglos para que las mujeres se incorporaran a la política y otros tantos para terminar con la esclavitud, haya quienes piensen que el problema de la política es que somos todos iguales.
*Luis Castillo es escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”