El campo queda en pocas manos
Desde 2002, a pesar del boom agrícola, cerraron 60.000 explotaciones agropecuarias, en el marco de un proceso de concentración imparable en el campo argentino.Los resultados parciales del Censo Nacional Agropecuario, que acaban de trascender públicamente, no dejan de sorprender. ¿Cómo es posible que en el período de mayor euforia de los precios de los commodities desaparezcan productores a una velocidad inusitada?La tasa de desaparición de las pequeñas y medianas explotaciones supera la registrada en los '90, considerada una de las épocas más impiadosas para el sector, por efecto de la convertibilidad.En efecto, si entre 1988 y 2002 salieron de escena por año 6.276 explotaciones, en el período 2002-2008, en pleno auge de la soja, dejaron de existir 9.990 establecimientos por año.Las 59.943 explotaciones que cerraron sus puertas durante estos seis años estaban distribuidas a lo largo y a lo ancho de la geografía nacional. Y en su mayoría eran pequeñas explotaciones.Con estos datos oficiales, ahora se explica por qué desde algunas entidades del campo, las que representan sobre todo al universo de los pequeños y medianos productores, se censuraba el modelo agropecuario.Por debajo de las cifras impactantes de las cosechas, y de las fabulosas rentas fiscales aportadas por los derechos de exportación, en este período el campo expulsó más actores sociales que en ningún otro.El espejismo de las cifras de producción ocultaba el fenómeno de destrucción del tejido social del campo argentino, consistente en la expulsión de agricultores, ganaderos, tamberos, fruticultores, productores ovinos, yerbateros, etc.En un sentido no debiera sorprender la tasa de desaparición de explotaciones agropecuarias en un país donde la concentración de la riqueza, pese al discurso oficial, no ha hecho más que profundizarse.Si en 1974, el 10% más rico ganaba ocho veces más que el 10% más pobre, hoy gana aproximadamente 35 veces más. Por lo demás, en el país donde el gobierno adultera las estadísticas para ocultar pobres, se calcula que éstos representan el 40% de la población.Es el mismo país en el cual la pareja gobernante condena las "rentas extraordinarias" de las oligarquías de distinto pelaje, pero a la vez declara haber multiplicado su patrimonio un 158% en un año, y hoy exhibe una fortuna de 46 millones de pesos (unos 12 millones de dólares), gracias a jugosos negocios especulativos.La misma contradicción se observa en la política agropecuaria de estos años. Cuanto más se ataca el proceso de sojización del campo, resulta que más hectáreas se siembran con ese "yuyo", en desmedro de otros cultivos y actividades.La visión fiscalista que impregna la política oficial, que concibe al campo como un contribuyente al que se puede exprimir indefinidamente, ha coadyuvado a que la producción agropecuaria se concentre en pocas manos.No hay un enfoque sistémico del problema, que apuntale la diversidad productiva y el arraigo de los pequeños y medianos productores, en el marco de una política demográfica que detenga la migración de la familia rural a los cordones más pobres de las grandes ciudades.Por el contrario, el gobierno ha entablado una guerra santa contra el sector, al que ha elegido como enemigo número uno, y al que pretende poner de "rodillas", dentro de una estrategia de revancha sin límites.No se quiere comprender que mientras la producción agropecuaria se concentra el país se deforma, alimentando la macrocefalia y esa calamidad social que es el conurbano bonaerense, donde abreva la corrupción de la clase política.
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