CUANDO EL LITORAL RECHAZÓ EL CENTRALISMO
El debate olvidado detrás de la independencia

Mientras en Tucumán se declaraba la independencia, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe elegían quedarse al margen. La ausencia no fue un capricho, sino el reflejo de una Argentina nacida entre tensiones económicas, políticas y culturales que aún hoy resuenan.
La ausencia de las provincias del litoral en el Congreso de Tucumán no fue un simple desacuerdo político o un “detalle menor” en la historia argentina, sino un síntoma profundo de las fisuras que ya recorrían el mapa nacional. Y es que, aunque el país nacía formalmente en 1816, la verdad es que estaba lejos de ser un cuerpo unido: más bien, parecía una serie de voluntades tironeadas por intereses que no siempre miraban en la misma dirección.
Todo había comenzado mal. La caída estrepitosa de Carlos María de Alvear en 1815 dejó al Directorio tambaleando y a su sucesor, José Rondeau, le tocó una tarea casi imposible: liderar unas Provincias Unidas fragmentadas. A la guerra contra España, que seguía siendo el enemigo externo, se le sumaban las peleas internas. Era como intentar armar un rompecabezas en el que cada pieza quería ser la más importante.
Mientras tanto, en Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe seguían otro camino. Allí, lejos del ruido porteño, había surgido una identidad política propia, forjada a orillas de los ríos, entre la ganadería, el comercio fluvial y la férrea conducción de caudillos, como el caso de José Gervasio Artigas, que no ejercía un cargo formal en esas tierras, pero su liderazgo fue innegable, casi magnético. Bajo su impulso, la Liga de los Pueblos Libres funcionó como una especie de federación paralela que, lejos de Buenos Aires, proponía un país diferente.
La economía, claro, también explicaba buena parte del conflicto. Mientras Buenos Aires defendía el control del puerto -su mayor fuente de ingresos-, el Litoral buscaba abrir sus propios caminos comerciales a través del Paraná y el Uruguay. Querían, en definitiva, navegar sus propias aguas sin tener que pedir permiso ni pagar peaje a la capital. Y eso no era sólo una decisión caprichosa: detrás de esa pelea estaba la subsistencia misma de sus economías regionales.
La disputa por la libre navegación de los ríos no era únicamente un tema comercial: representaba la posibilidad de un desarrollo autónomo, fuera del control porteño.
Además, el reparto de los recursos aduaneros seguía siendo terriblemente desigual. Buenos Aires concentraba casi toda la recaudación por comercio exterior y distribuía los fondos al resto del país según su conveniencia política. Así, mientras algunos enriquecían sus arcas, otros apenas recibían unas monedas. El Litoral lo sabía bien y no estaba dispuesto a seguir tolerándolo.
Pero el conflicto no se agotaba en lo económico. Había algo mucho más profundo: dos visiones enfrentadas sobre cómo debía organizarse el país. Artigas y sus seguidores soñaban con una república federal, democrática y descentralizada.
El centralismo porteño, por el contrario, apostaba por un Estado fuerte, con Buenos Aires como epicentro político y económico indiscutido. Esta diferencia no era abstracta: tenía consecuencias prácticas que afectaban la vida cotidiana de las provincias.
Las famosas “Instrucciones del año XIII”, que Artigas había dado a sus diputados para el Congreso de 1813, seguían siendo su hoja de ruta. Allí pedía cosas tan concretas como revolucionarias: independencia absoluta, libertad civil y religiosa, confederación de provincias, y libre navegación de los ríos. ¿Cómo podían aceptar eso los porteños que querían controlar el comercio y concentrar el poder político?
No fue por falta de intentos que las partes no llegaron a un acuerdo. El Directorio envió emisarios, propuso negociaciones, buscó convencer. Pero la verdad es que las diferencias eran demasiado profundas. No estaban discutiendo detalles de reglamento ni cuestiones protocolares: discutían el alma misma del futuro Estado argentino.
Artigas, por su parte, fue claro desde el principio. No reconocía al gobierno central porteño porque, según él, no representaba a todas las provincias. Participar en el Congreso de Tucumán habría sido, desde su perspectiva, legitimar una autoridad que no sólo no compartía sus principios, sino que los contradecía abiertamente.
El resultado de todo esto fue un Congreso incompleto. La pregunta, incómoda pero inevitable, quedó flotando en el aire: ¿puede un Congreso declarar la independencia de un país si no están todas las provincias sentadas en la mesa? La respuesta, como tantas veces en la historia, dependía de a quién se le preguntara.
Para el litoral, no asistir al Congreso fue una forma de resistencia. No iban a legitimar un modelo centralista que ignoraba sus demandas y amenazaba su autonomía. Ellos preferían quedarse al margen antes que ceder en sus convicciones.
Esta ausencia, lejos de ser un episodio aislado, dejó cicatrices profundas que marcaron buena parte del siglo XIX. Porque la independencia de 1816 fue un paso enorme, pero no resolvió los conflictos estructurales que seguirían alimentando guerras civiles, enfrentamientos políticos y tensiones regionales durante décadas.
La ausencia del litoral en Tucumán nos recuerda que la Argentina no nació como un bloque homogéneo y pacífico, sino como un país que, desde sus orígenes, tuvo que aprender a convivir con sus diferencias. Y que los desacuerdos, aunque dolorosos, forman parte de su historia más íntima.