El desprecio lingüístico agrava la anomia social
La alarma es conocida desde hace tiempo: el empobrecimiento lingüístico sigue en alza, sobre todo entre los más jóvenes, como un síntoma claro de decadencia cultural.El menosprecio del idioma es una característica de nuestro tiempo. Cada vez se habla y se escribe peor, y parece no calibrarse la pérdida humana que esto entraña.No inventamos nada: las capacidades expresivas de la sociedad declinan. No es fácil encontrar individuos, por ejemplo, que puedan exponer un argumento o sostener una discusión.Pero esto es debido a la incapacidad lingüística, al escaso dominio del lenguaje escrito y hablado. Ocurre que para argumentar necesitamos una herramienta que cada día manejamos peor: el lenguaje.Ni hablar de la miseria expresiva de muchos jóvenes, quienes utilizan un vocabulario reducido y deformado, tendencia que se ve reforzada por la simplificación que imponen las nuevas tecnologías (ejemplo de lo cual son los mensajes de texto).¿Pero es que el hombre puede prescindir de la palabra? ¿No es el lenguaje un atributo humano esencial? La pregunta antropológica se impone ante la proliferación de minusválidos expresivos.De hecho algunos especialistas, al ver lo irreversible del empobrecimiento lingüístico, vaticinan que existe la posibilidad de que el dominio del lenguaje escrito y hablado se convierta en un privilegio de una elite.¿Significa esto que ensancharemos las profundas brechas que ya existen entre los humanos en otros órdenes (político, económico y social) agregando el nuevo ingrediente de la separación lingüística?Una cosa parece cierta: toda degradación de la palabra, toda caída de la competencia verbal, equivale a un menoscabo de la condición humana. "Uno no habita un país, uno vive en una lengua", afirma el pensador Émile Cioran.Poco se insiste, en este sentido, en el riesgo gnoseológico que supone esta pérdida lingüística. Es que no se puede pensar sin palabras. Conocer menos palabras equivale a tener menos ideas, menos posibilidad de un pensamiento articulado.Sobre la base del binomio lenguaje-intelecto (en realidad dos caras de la misma moneda), se pueden deducir todos los posibles males que nos puede acarrear la indigencia expresiva.Hace poco Enrique A. Antonini, en el diario La Nación, llamó la atención sobre los impactos sociológicos del fenómeno. Según su tesis, gracias al uso adecuado del lenguaje las personas pueden participar en la vida del conglomerado social al que pertenecen.Es decir, la base de la interacción social es sobre todo lingüística. Ahora bien, cuando se extiende la indigencia en el uso de la palabra, las relaciones sociales quedan heridas.El ocaso de la palabra, la desvalorización del lenguaje supone la decadencia del debate público, del diálogo social, que retrocede ante la voluntad de poder o la fuerza."Ante la ausencia del diálogo, cuando no es la palabra la que tiene primacía ni el don de convencer, de defender o de impugnar, se abre la vía de la fuerza y de la prepotencia. Ejemplos no faltan: piquetes, marchas, cortes de ruta, amenazas, entre otras manifestaciones de intolerancia", dice Antonini.El autor cita al respecto los conceptos del presidente de la Academia Argentina de Letras, Pedro Luis Barcia, copoblano nuestro, quien ha planteado que lo que no se expresa por la boca se expresa por el palo, la pedrada o el puñetazo.En suma, una sociedad que desprecia el uso del lenguaje, que es indolente ante la incompetencia verbal de los más jóvenes, contribuye a sentar las bases de la anomia social.
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