CLÁSICOS Y MODERNOS
El devenir de los estilos de los vinos en Argentina
La historia del vino argentino tiene más de 450 años, pero recién en las últimas décadas los hacedores encontraron el rumbo en pos de lograr uno o varios estilos, matizados por las condiciones de clima y suelo de cada lugar, que hablen de una identidad propia y se puedan mantener en el tiempo.
Desde la llegada de la vid al país y hasta mediados del siglo XIX, el estilo de los vinos artesanales era muy parecido a lo que se conoce comúnmente como “patero”, ya que se partía de uvas muy maduras que daban tintos fuertes, densos, potentes y, generalmente, con azúcar residual. No obstante, eran aptos para servir en las misas, como así también para recorrer largas travesías en carreta hasta los mercados de consumo. De sabores maduros y oxidados, esos vinos solían rebajarse con agua para hacerlos bebibles.
Pero hubo excepciones: en 1816, el general José de San Martín, conocedor y amante de los buenos vinos, sentó a su mesa al teniente de Granaderos Manuel de Olazábal (que tenía en ese momento 16 años), junto a los señores Mosquera y Arcos, con la intención de demostrarle que ya por aquel entonces los americanos preferían lo extranjero. A dos botellas de vino de Málaga (España) les puso “de Mendoza” y viceversa. Después de la comida, San Martín llenó las copas para a ver si los señores estaban de acuerdo con sus preferencias. Del primero, los invitados opinaron que era rico, pero sin fragancia y pasaron al de Málaga, que en realidad era de Mendoza. Ambos exclamaron que había una gran diferencia y que no se podía comparar entre este elixir exquisito y el anterior. El general sonrió y les dijo: “Caballeros, ustedes de vinos no entienden un diablo y solo se dejan alucinar por rótulos extranjeros”.
Esta anécdota demuestra que algunos vinos patrios ya estaban a la altura de los españoles, entre los que se destacan los de Rioja, solo consumidos por la clase alta, y el popular vino Carlón, el cual, curiosamente, durante casi cuatro siglos fue el más bebido en la Argentina y se hizo famoso (y requerido) por una de las leyes de la corona española (siglo XVI) que prohibió el cultivo de la vid en sus colonias americanas durante varias décadas y, por lo tanto, había que traer el vino de España. Proveniente de Benicarló (Valencia), era a base de uva Garnacha y, durante la fermentación, se le agregaba mosto concentrado cocido (como se hacía durante el Imperio romano) para preservarlo durante más tiempo. Hacia 1900, el mayor destino de ese tinto del pueblo, denso y potente (casi 16 grados de graduación alcohólica), que debía rebajarse para poder ser bebido, era el puerto de Buenos Aires.
No obstante, poco a poco, los vinos locales fueron ganando prestigio, principalmente los de Cuyo, y no solamente comenzaron a expandirse, sino también a conquistar los paladares de la época.
Con la llegada de los inmigrantes españoles e italianos, que no solo traían consigo las técnicas de cultivo sino también las maquinarias, sumada a las variedades francesas introducidas gracias a Domingo F. Sarmiento, los vinos argentinos lograron una gran evolución, a tal punto que hasta la década de 1930 eran admirados y disfrutados más allá de las fronteras. Eran ejemplares más suaves y fluidos, con las típicas rusticidades inevitables por falta de un buen manejo de las temperaturas de fermentación, pero nada que un buen añejamiento en grandes vasijas de roble no pudiera disimular.
Pasaron más de 350 años desde que los hacedores lograron la primera gran evolución del vino argentino. Es cierto que todos intentaban emular a los añorados vinos de sus tierras natales, pero el terruño argentino fue muy generoso porque todas las variedades se adaptaron muy bien y lograron alcanzar una madurez excelente, lo que les permitía partir de mostos concentrados con buena estructura, ideales para añejar en roble.
Y más allá de las crisis, que derivaron en ejemplares masivos de baja calidad, hubo varios bodegueros que insistieron en mantener la calidad de sus vinos de inspiración europea. Por eso tenían nombres de fantasía que remitían a regiones del Viejo Mundo y eran blends tintos a base de Cabernet Sauvignon, o blancos con el Chardonnay como protagonista. De esos vinos de largo añejamiento, con la suavidad y complejidad de aromas y sabores que aporta el paso del tiempo, solo quedan muy pocos porque hacia finales del siglo XX las bodegas tuvieron que salir a buscar clientes en el exterior y abandonar esa zona de confort que significaba vender tintos y blancos masivos para el mercado doméstico.
Fue momento de encolumnarse detrás del Nuevo Mundo. Paradójicamente, en un país con una historia vitivinícola que llevaba más de cuatro siglos, hubo que recurrir a la nueva estrategia de los varietales. Así surgió la apuesta por el Malbec, por ejemplo.
El inicio del milenio también fue revolucionario para el vino argentino en cuanto a estilos se refiere, ya que los enólogos y agrónomos, ahora con toda la tecnología a su favor, buscaban hacer vinos que provocaran un gran impacto en los consumidores. En un comienzo, lo lograron: esos primeros grandes vinos argentinos eran bien concentrados y potentes, con alcoholes que promediaban los 15 grados y con mucha presencia de la madera. Pero rápidamente ese impacto se convirtió en aburrimiento y, lo que fue peor, en una caída drástica en las ventas. La conclusión fue que ese no era el camino para poder consolidarse como productores y exportadores.
Por suerte, muchos hacedores no se dejaron llevar por lo que les decían los compradores de turno y se convencieron de que los vinos nacían en el viñedo y que el único camino sería lograr embotellar ese carácter de lugar que los hace únicos, una marca distintiva del Viejo Mundo.
Con el Malbec como bandera, surgieron vinos en todas las regiones vitivinícolas del país, incluso muchos se animaron a desafiar la altura, la latitud y el clima, cultivando viñedos en otras zonas. Esto potenció la innovación en nuevos estilos basados en distintos puntos de madurez. Los nuevos vinos modernos empezaron a ceder en concentraciones y potencias, para ganar fluidez y agarre, pero también frescura y longevidad, al tiempo que las notas de crianza se lograron integrar cada vez más por un mejor uso de barricas de distintos tamaños.
Esta evolución atraviesa a todos los segmentos cualitativos y tipos de vino, ya que todos nacen del viñedo y allí el mejor manejo, sea a mano o con máquinas, fue una de las claves en busca del éxito.