UN REGALO DE CUMPLEAÑOS
Basado en hechos reales: El día que compré a Maradona
Por Juan Andrés Alfaro
De todos los cumpleaños de mi infancia, y por suerte fueron unos cuantos, hay uno
solo que recuerdo con una claridad que hasta me asusta. El de los nueve. Y no lo
recuerdo por la torta, ni por los regalos, ni por los amigos. Qué sé yo, supongo que
de esas otras cosas hubo, pero se me borraron. Lo recuerdo, justamente, porque no
hubo nada de eso, ni torta, ni chisitos, ni piñata. Fue un cumpleaños distinto. Fue el
día que mi viejo, Omar, usó la guita de mi festejo para comprarlo a Maradona. Así
como te lo cuento.
Viste cómo es a esa edad. Febrero del 81, yo estaba a punto de cumplir los nueve y
el mundo se dividía en dos cosas: las bolitas y las figuritas. Y el fútbol, claro. El
fútbol por encima de todo. Yo era un pibe del conurbano, de esos que sueñan con
meter un gol en el último minuto con la camiseta de Boca, que imagina a “la 12”
cayéndose encima tuyo en un gol a las gallinas. Todo el día me la pasaba en el
patio, dándole a la pelota contra la pared. Mi viejo me entendía. Él la había peleado
en el amateurismo, pero tuvo que colgar los botines para parar la olla en casa. Era
un tipo de silencios largos, de esos que hablan más con la mirada que con la boca.
Y en esos días, la mirada la tenía más nublada que nunca.
La cosa venía jodida. La fábrica de llantas donde laburaba había bajado la persiana.
“Culpa de la importación”, le escuché decir en voz baja a mi vieja. Una palabra rara,
“importación”, que para mí en ese momento sonaba a enfermedad, a algo malo que
había dejado a mi viejo sin trabajo y con una angustia que se le notaba hasta en la
forma de sentarse a la mesa. La guita no alcanzaba y mi cumpleaños, el bendito 22
de febrero, se venía encima. Yo, un nabo, iba tachando los días en el almanaque,
ajeno a todo.
Una noche, un par de semanas antes, el viejo ahogaba las penas en un tinto con
soda en la cocina. Yo lo espiaba desde el pasillo. De repente, levantó la cabeza
como si se le hubiera prendido la lamparita.
—Fer, vení un cacho —me gritó.
Dejé las bolitas desparramadas en el piso y fui. Me sentó a la mesa, frente a él. El
olor a vino y a preocupación llenaba toda la cocina.
—Escuchame una cosa, campeón —arrancó, y se rascó la nuca—. Viste que se
viene tu cumple… Bueno. Este año va a ser difícil hacer la fiestita.
Se me cayó el mundo.
—¿Pero por qué, pá?
—Mirá… —dijo, y se inclinó hacia adelante, como para contarme el secreto más
grande del universo—. ¿Vos sabés que el Diego se viene para Boca, no?
—Sí, obvio. ¡El Pelusa!
—Bueno. La cosa es que para traer a un monstruo como ese, hace falta mucha
guita. Mucha. Y los hinchas de Boca tuvimos que poner. Todos. Y yo… bueno, yo
puse la plata de tu cumpleaños para ayudar a traerlo.
Yo me quedé callado. No entendía bien. ¿La plata de mi torta y mis regalos se la
habían dado a Maradona?
—¿O sea que… yo lo compré? —pregunté, con un hilo de voz. Mi viejo sonrió por
primera vez en semanas. Una sonrisa ancha, cansada pero llena de orgullo.
—¡Claro, pibe! ¡Vos lo compraste! Mientras las gallinas se traen a Kempes,
nosotros, gracias a vos, lo tenemos a Maradona.
Al principio me costó. Un cumpleaños sin fiesta era una tragedia. Pero de a poco, la
idea me fue dando vueltas en la cabeza. Yo. Fernando. Había comprado a
Maradona. Empecé a caminar por el patio inflando el pecho. Y hasta me aprendí los
cantitos de la hinchada de Boca. “Vale diez palos verdes, se llama Maradona”,
gritaba solo, mientras mi viejo me miraba de reojo y dejaba la botella de vino a un
costado. Porque el Diego era eso, ¿entendés? En esos años de miedo, de
desaparecidos, de cuadros de Evita Perón escondidos en el altillo y de gente que
susurraba en lugar de hablar, el fútbol era la única alegría que nos quedaba. Y
Maradona era el fútbol.
Llegó el 22 de febrero. Un domingo de calor aplastante. En casa no había
guirnaldas, pero la radio Spica estaba al mango, con el relato del gordo Muñoz que
se nos metía hasta en los huesos. El tele blanco y negro, con más lluvia que
imagen, era un actor de reparto. Lo importante era lo que uno escuchaba, lo que
uno se imaginaba.
Y a los diecinueve minutos, penal para Boca. La Bombonera, a través de la radio,
parecía que se venía abajo. Mi viejo me sentó entre sus piernas, debajo de la mesa,
como protegiéndome de algo.
—Patea él, Fer. Patea el Diego, el que vos trajiste.
No me acuerdo de la imagen. Solo de la voz del relator gritando “ahí va
Maradoooona”. Y después, el estallido.
—¡GOOOOOOOOL, LA PUTA MADRE! ¡GOOOOOOL, HIJO!
El viejo me levantó por el aire, me abrazó con una fuerza que no le conocía y sentí
que algo húmedo me caía en el cachete. Fue la primera y única vez que vi llorar a
mi papá. Y la única vez que un abrazo suyo me dijo todo lo que las palabras nunca
podían.
Maradona metió otro gol esa tarde. Boca ganó. Pero todo eso es una anécdota. Con
los años, los cumpleaños con torta y regalos volvieron. Pero mi memoria, caprichosa
como es, los fue guardando en un cajón sin llave. El único cumpleaños que quedó
grabado a fuego fue ese, el de mis nueve años. El cumpleaños en el que no tuve
fiesta, pero tuve algo mucho más grande. El cumpleaños en el que, para salvar las
papas, mi viejo me hizo creer que yo, un pibe de barrio, había comprado al más
grande de todos los tiempos. Y la verdad, ya no me cabe ninguna duda. Estoy
convencido: yo compré a Diego Maradona.
