POR LUIS CASTILLO
El Indio tenía razón, vivir solo cuesta vida

Los seres humanos podemos vivir cada vez más. De hecho, eso es una realidad, más allá de que, finalmente, todos envejecemos y morimos. Si, realmente existe, ¿Cuál es el límite en la búsqueda de la eternidad?
Por Luis Castillo En otra columna mencionamos el mito de Gilgamesh como ícono de la inmortalidad y del costo que se paga por la búsqueda de la misma. Solo como para recordar de qué se trataba, mencionemos que el Poema de Gilgamesh, considerada la obra literaria más antigua del mundo, relata las hazañas de éste y la búsqueda de la inmortalidad tras la muerte de su amigo Enkidu. Apenado por la pérdida, Gilgamesh recurre a un sabio llamado Utnapishtim, el único humano al que, junto con su esposa, los dioses salvaron del Diluvio Universal y concedieron la inmortalidad (según esta poema no fue Noé el agraciado) y le suplica que le dé el secreto de la vida eterna, Utnapishtim se niega pero su esposa le ruega que, como consuelo, le diga a Gilgamesh dónde localizar la planta que devuelve la juventud. No la inmortalidad. Si bien por estos días la expectativa global de vida ronda los 80 años, no son excepcionales las personas que superan dichas posibilidades y viven más de 100. En algunas ciudades de Japón, como Okinawa, o Cerdeña, en Italia, no es una rareza encontrarse con quienes pasan casi sin darse cuenta los cien años de vida. La persona más longeva de la que se tiene registro fehaciente ―una mujer francesa llamada Jeanne Calment― vivió hasta los 122, pero lo que hace más interesante este dato, es que cuando ella nació, en 1875, la esperanza media de vida era de unos 43 años. En definitiva, como plantea Richard Faragher, profesor de Biogerontología de la Universidad de Brighton, la cuestión quizás no sea en cuánto se incrementa en forma permanente nuestra expectativa de vida sino cuál es el límite máximo, la máxima duración posible, si se quiere, de la vida de un ser humano. Pues bien, un trabajo reciente de Timothy V. Pyrkov y colaboradores, publicado hace apenas un par de meses, sitúa ese punto máximo alrededor de los 150 años. Ellos lo explican a partir de la pérdida total, en ese momento, de la capacidad de resiliencia fisiológica del organismo. Quizás suene ―y de verdad lo sea― demasiado técnico explicar estos términos así como el trabajo que lo justifica, pero lo que importa es, en definitiva, que nuestro organismo estaría preparado para vivir hasta los 150 años. Esto de saber el tiempo potencial de vida restante no es nuevo. De hecho, una de las fórmulas utilizadas para su cálculo ―denominada Ecuación de Gompertz― fue formulada en el siglo XIX y aun hoy, con algunas variantes, sigue siendo utilizada, en particular por las compañías de seguro o las empresas de medicina prepaga, tan interesadas por saber si usted fuma, está casado o casada, qué antecedentes tiene de cáncer, enfermedades cardiovasculares, en fin, cualquier detalle que pueda permitirles conjeturar con mayor exactitud a qué edad morirá y, por lo tanto, saber si es rentable o no tenerlo como cliente o clienta. Otros métodos menos matemáticos y más biologicistas, permiten calcular cuántos años podemos vivir sobre la base de la observación del deterioro de nuestros órganos a partir de medir la cantidad de oxígeno que consumimos al hacer ejercicio ―que muestran un patrón general de declive a medida que envejecemos―, la función ocular y otros que, en la mayoría de los cálculos, indican que los órganos pueden funcionar adecuadamente hasta que una persona media tenga alrededor de 120 años. Todo depende, como decíamos antes, de la capacidad de recuperarse ante determinadas agresiones o enfermedades (que llamábamos resiliencia) y que, naturalmente, es mayor en las personas jóvenes. Ahora bien, diferentes pensadores y bajo personales formas de expresarlo, coinciden en que el hecho de nacer tiene un solo destino inexorable y no es otro que el de morir. En el mejor de los cas ―quizás― habiendo envejecido antes. Pero, es justo decirlo, tal vez sólo hasta este punto lleguen las coincidencias ya que, desde los primeros filósofos en adelante, la controversia sobre este tema no ha cesado. Y es poco probable que eso suceda. En su obra República, Platón expresa una concepción positiva sobre la ancianidad; para él, esta es la etapa en que el ser humano alcanza las más óptimas virtudes morales, tales como la prudencia, la sagacidad, la discreción y el buen juicio, y eso, naturalmente, lo habilita para desempeñar con autoridad los más altos cargos públicos, administrativos, directivos y gubernamentales. Según el filósofo ateniense, la calidad de vida y virtudes logradas en la vejez, están determinadas por la forma en que la persona se ha ido preparando durante la juventud y la adultez. En las antípodas de esta visión, Aristóteles concibe la vejez como una etapa de “debilidad, deslustre e inutilidad para la vida social y, por tanto, merecedora de compasión”. En su obra La Retórica describe a aquel que llega a la ancianidad como “de mal carácter, veleidoso, desconfiado, mezquino” (II 13, 1389b 15-20) y en Ética a Nicómaco no ahorra epítetos para esta etapa de la vida: “cobarde asimismo frío, egoísta, desvergonzado” (idem., 1128b 20) llegando a comparar la vejez con una enfermedad: “Es correcto decir que la enfermedad es una vejez adquirida, y la vejez, una enfermedad natural” escribe en “Reproducción de los animales”. También en los pensadores de la iglesia encontramos miradas contrapuestas; mientras San Agustín realza la figura del anciano, revestido de dignidad y sabiduría y, en este sentido modelo y guía de vida y de enseñanza, (visión cercana al platonismo, como vimos), Santo Tomás de Aquino muestra su aristotelismo recalcando tanto el egoísmo solitario de la senilidad como su decadencia física y moral. Más acá en la historia del pensamiento, Schopenhauer niega que la enfermedad y el aburrimiento sean signos de la vejez puesto que no es un rasgo esencial de esta etapa y, para él, “el aburrimiento aparece solo a quienes han disfrutado de los deleites de los sentidos y de la vida social, y no han alimentado su espíritu y fuerzas intelectuales”. Visión compartida por Hermann Hesse, quien en su obra Elogio a la vejez, pondera este período de la vida cuando escribe: “Una de ellas (se refiere a las ventajas) es la capa protectora de olvido, de cansancio, de afecto, que se interpone entre nosotros y nuestros problemas y sufrimientos. Puede ser desidia, anquilosamiento, odiosa indiferencia; más, vista con otra luz, puede significar también serenidad, paciencia humor, alta sabiduría y Tao.” Simone de Beauvoir, en los años ´70, escribe un ensayo titulado La vejez , en donde expresa su crítica a la actitud negativa de la sociedad para con los ancianos, “que impide que estos sean también incapaces de valorarse y crear su propio nicho existencial”. Ahora bien, quizás sea importante destacar o diferenciar entre dos circunstancias: llegar a la vejez o cómo llegar a esta etapa. Francis Bacon, ya en el siglo XVI en su obra “Historia de la vida y de la muerte” sostenía que la vida humana sería longeva si se atendiesen y mejorasen las condiciones sociales, de higiene y médicas. Apenas eso. La Organización Mundial de la Salud (2013) ha declarado como un «acontecimiento sin precedentes» en la historia de la humanidad, el hecho de que la población planetaria esté envejeciendo de forma acelerada: del período que va del 2000 al 2050 se calcula que la cantidad de población mundial mayor de 60 años será el doble, y la cantidad de personas octogenarias y más aumentará hasta casi cuatro veces. Sin embargo, junto a estas noticias se aclara que, yuxtapuesto a la extensión de la vida, habrá un posible e inexorable aumento de demencia senil, como es el caso del Alzheimer, y una notoria disminución de la tasa de fecundidad a nivel mundial. Podría decirse que la ciencia parece estar ocupada en prolongar la vida con desmedido énfasis olvidando, quizás, en ese ciego desafío, que para ser mejores ancianos debemos ser mejores niños, mejores jóvenes, mejores adultos. En definitiva, mejores personas. De otro modo, creo, estamos construyendo lenta, egoísta e inexorablemente, nuestra propia extinción. *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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