POR LUIS CASTILLO
En el 506 y en el 2000 también
Dante Alighieri escribió, en el 1300, La Divina Comedia, una de las obras más maravillosas de la literatura universal. Hoy, más de 700 años después, sus infiernos siguen teniendo la vigencia de cuando fueron descriptos.
Por Luis Castillo* A comienzos del siglo XIV, el poeta florentino Dante Alighieri, que tenía alrededor de 35 años (“a mitad del camino de la vida", Nel mezzo del cammin di nostra vita, dice al inicio del canto) en clara alusión a la sentencia bíblica que dice que el hombre sensato no debe vivir más de 70 años (Salmo 90:10), escribe El Infierno, el primero de los tres cantos que componen La Divina Comedia. Su nombre original era Comedia (ya que a pesar de ser un drama tiene un final feliz) pero es el escritor Boccaccio ―autor del Decamerón, libro que inicia un nuevo género, la novela corta o relato―, quien le agregó el oportuno “Divina” a esta obra paradójicamente tan conocida y, al mismo tiempo, tan poco leída. Un viernes santo del año 1300 y durante una jornada que dura apenas un día, Alighieri narra su visita al infierno en compañía del alma del gran poeta romano Virgilio, muerto a principio de nuestra era, describiendo este sitio por entonces tan temido como un cono invertido que consta de nueve círculos. El más cercano al centro de la tierra es donde van las personas más réprobas, las peores. Las que cometieron los pecados más graves. Más abominables. Es que, en el centro de la tierra, recordemos, según Dante, mora Lucifer. El primero de los círculos es el Limbo. Llamativamente, si bien está a las puertas del infierno, a quienes están allí no se los condena por sus actitudes sino solamente porque ―en cierto modo― lo que los aleja del paraíso es solo su condición de paganos. De no bautizados. Que no era algo menor en ese entonces como no lo es ahora, ya que fue el Papa Francisco quien aseguró hace poco tiempo “Con el bautismo, somos sumergidos en la fuente inagotable de la vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos vivir una nueva vida, ya no a merced del mal, el pecado y la muerte”. ¿Y quiénes estaban en el Limbo de Dante? Averroes (filósofo musulmán), el gran matemático Euclides, Aristóteles, Platón. La filosofía y el conocimiento casi como contracara de la religión. La sabiduría que nace de la propia reflexión. En contraste con la doctrina de los padres de la Iglesia ―particularmente de Tomás de Aquino, quien sostenía que en el Limbo habitaban solo los niños muertos sin bautismo―, Dante suma allí a las personas que hacen gala de su intelecto, pero no están bautizadas. Justificación solo válida por haber nacido todos ellos antes que Jesús. Y de Juan, el bautista, claro. El segundo círculo es el de la lujuria. Acá, mire qué interesante, recién aparecen los nombres femeninos como habitantes del círculo de pecado. Lo cual, en mi visión, claro, además de negar la posibilidad de habitar el Limbo a las mujeres filósofas como Hiparquia de Maronea, Areta de Cireneo Aspasia de Mileto (no se intranquilice, no solamente usted quizás ignora sus nombres y aportes a la filosofía occidental), sí remarca, al aparecer acá, su condición de seres proclives a la lujuria, al desenfreno sexual, a la concupiscencia. Cabe aclarar que, al describir el Limbo, Dante menciona a las tres mujeres que enviaron a Virgilio en su ayuda: la Virgen María, Santa Lucía y Beatriz, el amor imposible del poeta. Pero no habitan este lugar. Los primeros cuatro círculos, están destinados a pecadores y pecadoras culpables de faltas no tan graves, ya que estas no son sino los “pecados de la carne”. La lujuria, la gula, la avaricia y la pereza junto a la ira son, si se quiere, casi perdonables. Comprensibles al menos. Quizás por eso Dante los nomina como parte del Alto infierno, para diferenciarlo de los otros cuatro que veremos ahora, pertenecientes al Bajo infierno o inferior, de una mayor gravedad. El sexto círculo cobija a quienes hubieran cometido el pecado de herejía. Habiendo muerto quienes habitan este círculo ―en su mayoría mujeres― en la hoguera, este sector del infierno estaba destinado a la purificación eterna, es decir, al fuego eterno. El agravante mayor ―y que marca la diferencia con los anteriores― es que para cometer este pecado ―y los siguientes― se requiere de una planificación previa. Una premeditación. Son crímenes voluntarios, a diferencia de los primeros que podrían ser productos de un deseo repentino e incontrolable si se quiere. Pero poner en tela de juicio el poder de Dios, eso sí, era imperdonable. No está de más recordar que estos cantos fueron escritos en pleno auge de la “Santa inquisición”. El séptimo círculo está destinado a los violentos. Dante equipara a los violentos con las bestias y son castigados en un río de sangre hirviente que simboliza la sangre que derramaron al cometer sus actos. El poema tiene tal fuerza conceptual que no deja dudas acerca del desprecio del florentino tanto a la violencia per se como a quienes la ejercen: “¿Ves las secas gargantas/ que buscan aire? Tal son los tiranos:/ violentos en vida, aquí marranos/ en sus yacijas. ¿Por qué te espantas/ de lo que digo? Sí, te aguantas, / los temes, sabes que son inhumanos, / pero tienen las armas en sus manos. / Aquí no, sólo sangre. Y todas cuantas/ hicieron, las reciben. ¿No dejaron/ respirar? No respiren. Que se traguen/ cuanta sangre, altivos, derramaron. / ¿Es que ya no les gusta? Les gustaba. / Que la sigan gustando y así apaguen/ su insania.” Impactante, ¿no? En el penúltimo círculo están los condenados por fraude o por traición. En este lugar del infierno ―dividido por Dante en diez tópicos o recintos― encontramos desde proxenetas y falsos profetas hasta falsificadores, consejeros fraudulentos y políticos corruptos. Veamos con más detenimiento estas diez áreas también denominadas malabolsas. La primera engloba a los proxenetas y seductores, es decir, aquellos que, bajo diferentes modos engañan a quienes confían en ellos; la segunda, está destinada a los aduladores, a los cuales se representa nada menos que bajo el castigo de estar hundidos para siempre en excrementos. Tremendamente gráfico: condenados a ahogarse en lo mismo que sale de sus bocas. La tercera está destinada a los simoníacos, es decir, aquellos que comercian con la espiritualidad y ofrecen una parcela en el paraíso al precio de un diezmo. La cuarta malabolsa aguarda a los adivinadores y manosantas y la quinta a los políticos corruptos. La sexta es para los hipócritas, la séptima para los ladrones (custodiados por un centauro que escupe fuego y lleva por nombre Caco, de ahí la denominación vulgar a los amigos de lo ajeno), la octava está reservada a los consejeros fraudulentos y, en este punto, cabe destacar que Alighieri coloca aquí al mismísimo Ulises. Y es que si bien para unos es un genio estratega no fue sino apelando al engaño que venció a los troyanos; en definitiva, una vez más vemos que ser héroe o villano es apenas una cuestión de perspectiva. La novena malabolsa está reservada a quienes siembran discordia, generan odio, provocan división; curiosamente, en ninguna traducción se menciona la palabra multimedios hegemónicos para esta cuestión. Finalmente, se ubican los estafadores, que difícilmente se diferencian del resto de los mencionados. Finalmente, el noveno y último círculo, el que alberga ―por así llamarlo― a los más infames habitantes del infierno y gozan del dudoso privilegio de estar más cerca que ninguno de Satanás, está reservado a los traidores. Está, a su vez, dividido en cuatro sectores: el primero se llama “Caina”, en honor a Caín (quien mató a su hermano Abel); el segundo se conoce como “Antenora”, por Antenor de Troya (quien traicionó a su ciudad en favor de los griegos); el tercero es llamada “Ptolomea”, en “honor” a Ptolomeo (quien mató a sus huéspedes); y el último se llama “Judeca”, por Judas Iscariote (traidor por antonomasia). Dante Alighieri incursionó en la vida política en Florencia desde 1295; fue embajador, alto magistrado de Florencia y miembro del Consejo Especial del Pueblo. Acusado de oposición al Papa, corrupción e improbidad administrativa, tuvo que exiliarse para salvarse de la hoguera. Murió a los 56 años. Sartre escribió: El infierno son los otros. Ambos, en mi opinión, tenían razón. Y, si me apura, Discépolo también. *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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