CON LA CERTEZA DE NO SER ETERNOS
Entre la felicidad y la certidumbre
Parte de nuestra naturaleza humana tiene que ver con la permanente búsqueda del conocimiento. Del saber acerca de todo. De conseguirlo, eso ¿nos hará mejores? ¿Distintos?
Luis Castillo*
Suele leerse con frecuencia que nuestra mayor base de insatisfacción es la incertidumbre. El no saber qué nos espera a la vuelta de la esquina o dentro de diez, veinte o cincuenta años. La única certeza, sabemos, es la de nuestra propia finitud. De nuestra muerte.
Ahora bien, realmente saberlo todo, conocerlo todo, ¿nos quitaría, aunque más no fuera un ápice, la angustia? Conocer, por ejemplo, ya no como predicción sino como certeza, situaciones futuras ―individuales o colectivas―; la posibilidad de prescindir de la programación o la planificación, ¿nos haría más libres y felices? Imaginemos que hay un sitio físico ―más cómodo para los consultantes del siglo anterior― o un sitio en la web en donde podamos simplemente consultar el día de nuestra muerte, o de la de nuestros hijos; quién será el ganador de una eventual elección política ―lo que haría innecesario, obviamente, la realización de las mismas ya que conoceríamos de antemano el resultado; cuál es el futuro de nuestra relación sentimental con la persona que ―creemos― es la que nos va a dar la felicidad de estar juntos y durante cuánto tiempo sería eso, de ser factible.
Tratemos de imaginar un mundo en donde desapareciera el factor sorpresa. Donde la previsibilidad fuera la norma y la certeza nuestra guía. Donde antes de viajar ya podríamos saber si vamos a disfrutar del viaje, si tendremos momentos de felicidad o si estamos destinados a sufrir un accidente banal o fatal nosotros o alguno de nuestros acompañantes. Donde podamos tomar la decisión de permanecer junto a alguien que, sabemos, va a traicionarnos, o a lastimarnos o, porque no, a convertirse en la persona más importante de lo que reste de nuestras vidas. O hasta cuando sepamos que eso va a durar, porque nosotros no somos eternos y nuestras circunstancias quizás tampoco.
Imaginemos que podemos conocer los secretos del universo y del átomo; las hoy incalculables mutaciones genéticas de los virus, sus potenciales devastadores efectos así como su mitigación y eventual destrucción hasta que otra mutación vuelva a la carga. Cosa que ya lo sabríamos, claro. Porque lo sabríamos todo. Y sabríamos cuántos se van a morir de hambre, de sed o de injusticia, porque nada hace suponer que esa capacidad para saberlo todo, que sería una certera forma de controlarlo todo, estaría al alcance de todos. Y es que, al fin y al cabo, hasta la ficción o la utopía deben tener sus límites para poder ser creíbles o, al menos, imaginables como tal.
En ese mundo que estamos jugando a imaginar se me hace imposible imaginar que somos todos iguales. Qué curioso, se me ocurre, que no resulte (o al menos a mí no me resultó) tan complicado o inverosímil imaginar con que ese mundo previsible y omnisciente puede ser posible pero no sucede lo mismo al tratar de imaginarlo igualitario. Inclusivo desde lo básico como es beber agua limpia y comer comida de humanos hasta la posibilidad de ser felices sin temer por un mañana ―literalmente hablando, el día después de hoy― sin un plato de comida o un vaso de agua potable al alcance de la mano.
Hemos llegado a un momento en que se le teme menos a una bomba nuclear que a la desolación de un campo de refugiados, a una nueve milímetros menos que a un plato vacío, a una celda helada y húmeda menos que a la muerte.
Hace unos 5000 años la revolución más grande de la humanidad fue la generación ―no me gusta la palabra aparición― de la escritura. Hoy, saber leer o escribir es un bien que está empezando a dejarse de ver como tal. Pueblos enteros, etnias enteras, ya no consideran que saber leer o escribir pueda cambiarles en algo no ya su futuro sino su presente. Hoy, sabemos tanto que cada vez importa menos cuánto sabemos ya que si ese saber no sirve para que seamos una humanidad mejor no sirve para nada. Lo que no sirve para todos no sirve para nadie; ojala pudiéramos creer en ese concepto. Yo lo creo. Y si usted se suma, ya somos un poquito más los que creemos que todavía estamos a tiempo de salvarnos como humanidad. Como animales que razonan. Como animales que sueñan. Como animales que actúan en función de comunidad y no de individualidades.
Se afirma, no sin argumentos, que la base de nuestra infelicidad es la incertidumbre; yo, que quiere que le diga, no sé si estoy tan seguro.
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”