POR LUIS CASTILLO
Hoy por mí, mañana por mí

La primera alegría del día fue ver que a los pies de la cama estaba lo que tanto deseaba, una pelota de cuero. La primera tristeza vino inmediatamente después, cuando vio que no tenía con quien jugar a la pelota.
Por Luis Castillo* La historia de Japón se divide en diferentes periodos de los cuales particularmente hoy me quiero referir al conocido como El Periodo Heian. Este abarca un lapso de unos 400 años a partir de que el Emperador Kanmu trasladó la capital del imperio a Heian-kyo (hoy Kioto) en el año 794 de nuestra era. De este período me interesa particularmente rescatar dos cuestiones las cuales, como todo en este universo, están relacionadas, aunque pareciera que no. Una de ellas fue la creación de una escritura desarrollada solo para mujeres lo cual, como si eso solo no fuera algo trascendente, una escritora, Murasaki Shikibu, es la autora de El Cuento de Genji (Genji Monogatari), considerada la historia de amor más antigua del mundo. La misma narra las vicisitudes de Hikaru Genji, un noble que se enamora de una mujer cuya característica principal es el enorme parecido de esta con su madre, quien había muerto cuando él era solo un niño. Ahora bien, esta mujer de la cual está perdidamente enamorado se casa con su padre por lo que ella pasa a ser su madrastra. Naturalmente, no pienso revelar el tormentoso y dramático final de esta narración con la cual Freud se habría hecho una verdadera panzada. La segunda curiosidad de este período es el nacimiento de una palabra que hasta no hace muchos años prácticamente nadie la tradujo a otros idiomas por tratarse más de un concepto que de un vocablo. Ikigai. Akihiro Hasegawa, psicólogo clínico y profesor de la Universidad de Toyo Ewia, es quien asegura que esa palabra se remonta a ese periodo histórico tan particular que mencionamos y que está compuesta, según explica, por “iki: vida, y Gai, que viene de la palabra kai ("perlas" en japonés, que eran consideradas muy valiosas) y de allí se derivó ikigai como una palabra que significa valor en la vida". Sin embargo, no debemos confundir valorar la vida con el visión occidental de felicidad. El objetivo del ikigai no es la felicidad. El ikigai es un concepto y una práctica que puede asociarse a la búsqueda de un propósito en la vida. Alcanzar ese propósito es lo que, eventualmente, puede provocar felicidad. Quizás quienes hayan hecho conocer este término más allá de su lugar de origen son dos españoles, Héctor García y Francesc Miralles, quienes en 2016 publicaron: Ikigai: los secretos de Japón para una vida larga y feliz; “El objetivo es identificar aquello en lo que eres bueno, que te da placer realizarlo y que, además, sabes que aporta algo al mundo. Cuando lo llevas a cabo, tienes más autoestima, porque sientes que tu presencia en el mundo está justificada. La felicidad sería la consecuencia”, dice Miralles. Lo destacable, en mi opinión, es el hecho de saber que estamos “aportando algo al mundo”. Curiosamente, los nórdicos, más precisamente los daneses utilizan una expresión de difícil traducción literal: hygge (se pronuncia "hu-ga") que podría definirse como “lo que hace que la vida valga la pena ser vivida”, “el motivo que hace que te levantes a la mañana”, "tu propósito en la vida". Si bien puede asociarse a felicidad, para ellos es más que eso: es una actitud ante la vida. La pregunta obligada a esta altura de la lectura sería: ¿es aplicable eso a nosotros? ¿a nuestra cultura? ¿todos tenemos un ikigai? Difícil de creer cuando leemos que nuestro país tiene uno de los índices más altos del mundo de adolescentes que no trabajan ni estudian. Gonzalo Assusa, sociólogo de la Universidad Nacional de Villa María (UNVM) e investigador del CONICET enfocado en el estudio de la cultura del trabajo de jóvenes de sectores populares de Córdoba, acaba de publicar un informe sobre la desigualdad social entre jóvenes durante los últimos quince años en Argentina desde una perspectiva de derechos. En lo referente al empleo, el informe muestra que “El desempleo juvenil desciende entre 2004 y 2014 (diez puntos porcentuales menos), pero vuelve a aumentar entre 2014 y 2019 (siete puntos porcentuales más). En puntos porcentuales, este crecimiento es el doble entre los jóvenes más pobres que entre los jóvenes de mayores ingresos. Desde una perspectiva de la coyuntura, se observa que los jóvenes de menores ingresos necesitan buscar empleo en los períodos de crisis, mientras que los jóvenes de mayores ingresos cuentan con los recursos familiares para esperar, formarse, y encontrar mejores condiciones de inserción laboral en el futuro” refiere. En sus conclusiones Assusa explica que “la pandemia del coronavirus vino a activar dos situaciones críticas que ya ocurrían: Primero, desempleados y trabajadores precarios han visto empeorar su situación de privación de derechos, sea por la imposibilidad de salir a buscar trabajo o por la interrupción de sus ingresos corrientes. Si bien el Estado ha desarrollado una amplia red de contención (fundamentalmente basada en la estructura y la experiencia ya asentada de transferencias de ingresos), el carácter vulnerable e inestable de la condición de estos jóvenes, pertenecientes en su gran mayoría a las familias con menos recursos económicos de nuestra estructura social, quedó absolutamente expuesta en esta nueva situación”. Ahora bien, el mundo hiperconectado de hoy no solamente permite que conozcamos otras realidades, sino que hace inevitable las comparaciones. Un universo de desigualdades atraviesa las redes sociales mostrando descarnadamente lo imposible siquiera de soñar con un futuro promisorio para todos. Los migrantes que ven a la cada vez más xenófoba Europa como la única posibilidad de supervivencia nos parecen lejanos y ajenos. Tan lejanos y ajenos como los anhelos de quienes ven el mundo desde atrás de un carro cargado de cartones o las chapas y el fango de la precaria vivienda que no alcanza a cubrirles el frio ni el hambre. No en África. No en Asia. Acá nomas, a pocas cuadras de las plazas en donde ondea nuestro símbolo patrio. En los comedores comunitarios, donde se procurar minimizar las falencias alimentarias. En las escuelas, en donde pies descalzos buscan conocer las letras y los números que les permitan no quedar fuera de un sistema en donde la diferencia entre los que mas tienen y los que mas necesitan es cada vez más obscenamente mayor. En donde a todas las carencias imaginables les estamos agregando hasta la posibilidad de soñar. Escribe Silvana Melo: “Que siete de cada diez niños vivan en hogares sumergidos en la pobreza es un delito de humanidad herida, de humanidad lastimada. De lesa humanidad. Es un delito porque implica un daño a ocho millones y medio de los seres humanos más indefensos (desde el nacimiento a los 17 años) que es evitable. Y es de lesa porque son ocho millones y medio de niños a los que les falta todo aquello que la Constitución y la Convención de los Derechos del Niño y todos aquellos papeles tan vacíos a veces consagran floridamente. Dos millones de esos niños tienen hambre constante diariamente. Sin que haya con qué saciarla. Y el delito se convierte en crimen.” Por su parte, Carlos del Frade reflexiona: “El pibe tenía dieciséis años y no quería saber mucho del futuro. Le alcanzaba con tener un par de buenas llantas y un celular. No quería reflexionar sobre lo bueno y lo malo. Estaba convencido de que moría o lo mataban a los veintiún años. ¿Por qué un pibe cree que la muerte es el futuro inmediato? ¿Por qué la muerte aparece como posibilidad cierta en la vida de muchas chicas y muchos chicos en la Argentina crepuscular del tercer milenio, en el año de la peste COVID?” Qué extraño resulta, en este contexto, pensar que alcanza con salvarse solo. Con la posibilidad de imaginar siquiera un mundo diferente si no salimos por un instante de nuestro sitio de confort y pensamos en el otro. En qué puedo hacer yo, no el gobierno ni el Estado ni las ONGs ni las iglesias. Yo. Qué puedo aportar yo, que tengo la dicha de tener zapatos y un plato de comida caliente en mi mesa cada día. Yo, que tengo un trabajo y un tiempo de reposo, un tiempo de soñar y un lugar donde dormir sin sobresaltos. Y aparece de nuevo en mi cabeza el concepto de ikigai. La justificación de nuestra presencia a partir de hacer algo en función de los demás. Algo. El escritor indio Rabindranath Tagore sentenció: quien no vive para servir, no sirve para vivir. Cuanta similitud con ese intento de traducción de ikigai (difícil tarea) que mencionamos antes: “lo que hace que la vida valga la pena ser vivida”. Si no nos conmueve ver un niño con hambre, un joven sin futuro, una generación sin sueños, la culpa no es de un gobierno, de un partido político, del destino ni del karma. Quizás la responsabilidad sobre lo que suceda alrededor nuestro dependa, en mucho o en poco, de esa persona que miramos sin ver cada día en el espejo. Nos pasamos la vida soñando con tener esa pelota de cuero de la que hablamos al comienzo y muchas veces, demasiadas, nos olvidamos que el placer no está en la pelota sino en el juego. Juego que, si no es compartido, no es un juego sino apenas una forma engañosa de onanismo miserable. *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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