EL HORROR DE LA GUERRA
Jugando con la vida, acariciando la muerte
Los diarios del mundo informan hoy ―horrorizados y sorprendidos― que las tropas rusas abandonan ciudades dejando campos minados. Como si nunca hubiera sucedido antes. Como si recién ahora fuera imperdonable.
Por Luis Castillo
Del silencio cómplice al rasgado hipócrita de vestiduras, los diarios de occidente se “sorprenden” frente a las crueldades de la guerra en Ucrania. Recién ahora asusta el poder destructivo de los misiles y el exilio forzado de millones de europeos dentro de la misma Europa. Ya se dijo hasta el hartazgo, en ninguna guerra hay buenos ni malos, solo intereses y víctimas y, entre ellas, las más indefensas de las víctimas, los niños y las niñas.
La idea universalmente proclamada acerca de los derechos de los niños es algo que siempre he vivido (perdón por la autorreferencia) con una sensación de hipocresía solo comparable a los discursos acerca de la paz sostenidos por políticas de destrucción masiva. La indefensión es un agravante que nadie debería tolerar y mucho menos quienes marcan las políticas de estado. O, para ser más claros, por quienes de uno u otro modo detentan el poder. Sin embargo, y paradójicamente, es desde el mismo poder de donde se imparten tantas infames directrices. No hace mucho leí acerca de las monstruosas “minas antipersonales” las que, según se denuncia, están haciendo su escalofriante reaparición en Ucrania; su característica distintiva es que raramente matan, están diseñadas para mutilar. Pero, por si hiciera falta un detalle más siniestro para agregar: muchas de estas minas están camufladas como juguetes. Sí, leyó bien, son bombas disfrazadas de juguetes, es decir, no cabe ninguna duda de que sus destinatarios no son otros que niños y niñas. La ecuación económico-política que justifique esto seguramente tiene que ver con que los mutilados de hoy difícilmente servirán como soldados mañana y, por otra parte, es una manera de recordar permanentemente ―a través de sus lisiados― el omnipresente poder del amo. Más allá de los “inevitables” daños colaterales.
Pero eso que relato sucedía en África, en Afganistán, en Siria; demasiado lejos del alcance de las preocupaciones cotidianas de occidente. Por otra parte, analizar –o intentar hacerlo― la psiquis de una persona que se autodenomina científico y diseña este tipo de armas o del otro que se llama a sí mismo artista y crea una cobertura de muñecas sonrientes o autitos pintarrajeados que consigan atraer la atención de niños ávidos de algo tan simple como un juguete, no es algo que me pueda permitir hacer. No es ese el objetivo de esta columna ni estoy capacitado para hacerlo; solo condesciendo a reflexionar e invitarlos a hacer lo mismo. Me resulta inevitable pensar en los padres de estos “científicos y artistas”, ¿se preguntarán en qué se equivocaron en la crianza para generar esos monstruos? ¿Sufrirán horribles pesadillas o dormirán abrazados –y con una enorme sonrisa de orgullo― al diploma de graduado otorgado por alguna de las prestigiosas universidades que debieron costear con tanto esfuerzo? ¿En qué pensarán cada vez que regalan un juguete a sus hijos? ¿Serán parecidos a sus diseños? ¿Los harán revisar antes de entregárselos…por las dudas? (¡hay tanto terrorista suelto capaz de cualquier cosa!)
Me hago todas estas preguntas mientras pienso que, si nada podemos hacer por esos hijos que pierden sus miembros o que mueren, ya que están tan lejos (¡son tan otros!), ¿qué estamos haciendo con los nuestros? ¿Qué hijos estamos formando, qué valores estamos transmitiendo? ¿Les contagiaremos, acaso, el terrible virus de la indiferencia, ese que nos permite evaluar y concluir que si está en televisión es porque sucedió en otro lugar y a otra gente? Que no son cosas que le vayan a suceder a uno. ¿Que son cosas que les suceden a los hijos de los otros?
Los únicos privilegiados son los niños. Eso está claro acá y en la China. ¿O no? Pero no hablemos de China, que está mucho más lejos que sus supermercados, hablemos de nosotros. Que incomoda un poco, es verdad, pero vale la pena.
Cualquier censo, o la memoria de los mayores sin ir más lejos, nos podrán recordar que hasta hace no muchos años era habitual en cualquier familia tener uno o dos hijos muertos en la infancia. Y nadie parecía extrañarse por algo que se vivía como inherente a la fatalidad, o a los inescrutables designios de algún Dios, o de la naturaleza nomás con esas cuestiones darwinianas de la selección natural y la supervivencia de los más fuertes.
De la mano de la ciencia y la tecnología llegaron la cura de numerosas enfermedades y la prolongación de la expectativa de vida; de la mano del capitalismo –para compensar quizás― llegó una nueva interpretación de la selección de las especies.
Recuerdo que hace un tiempo me comentaba una joven mujer que conocí en una zona rural que uno de sus hijos de unos pocos meses de vida lloraba durante la noche pidiendo leche, le dije sin dudar que había que tener cuidado con responder a las exigencias nocturnas de los pequeños ya que después haría de eso un hábito que no la dejaría dormir en paz a ella ni a los otros cuatro hijos. Sin que hubiera un cambio en su tono de voz me dijo: es que llora de hambre. Tratando de mantener el aplomo interrogué si no retiraba del Centro de Salud la leche que le correspondía por su edad. Sí, me dijo, pero se la toman los hermanitos más grandes.
Hace ya tiempo que está demostrado –y hasta algunas publicidades de leche hacen un uso perverso de esos datos― el déficit severo de hierro que padecen muchos de nuestros niños; también se conoce que dicho déficit produce lesiones irreversibles en sus cerebros, un daño que los condiciona tanto para la vida escolar (menor atención, menor concentración, menor aprendizaje) como para la futura vida laboral (menor capacitación, menos posibilidades de inserción). Como resultado tendremos niños excluidos de las escuelas y adultos excluidos del mercado laboral formal; ¿hace falta explicar el resultado de esta ecuación?
Habrá luego quienes salgan a las calles exigiendo mano dura, nuevas cárceles, mayor dureza con los adictos a las drogas. Combatir a los hijos de los otros, que no saben de reglas ni de normas, que son inadaptados. ¿Qué hacer con esos hijos ajenos que crecerán y serán delincuentes, holgazanes, drogadictos?
Pero bueno, no son nuestros hijos así que probablemente el problema tampoco. Y la guerra…la guerra está tan lejos que tampoco vale la pena preocuparse por ella.
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”