La democracia no es la guerra, ¿o sí?
A la luz de una serie de eventos y circunstancias, un clima enrarecido se ha instalado en el país. La exaltación de los ánimos y la adopción de posiciones políticas intransigentes, parecen desconocer las diferencias y alteridades democráticas.Hay quienes suscriben las hipótesis de que Argentina está insanablemente dividida en dos bandos en lucha: oficialismo y oposición. Y esto como si fuesen dos grupos humanos irreconciliables.Difícil discernir si esa lectura es una construcción interesada, y por tanto de cuño propagandístico, o describe exactamente un estado real de los espíritus.Esta semana, el sociólogo Eduardo Fidanza reunió bajo el término "terrorismo simbólico" una serie de manifestaciones cuya lógica consistía en descalificar al otro sin fundamento, estigmatizándolo por pertenecer poco menos que a una raza enemiga del país.Según su visión, Argentina está cayendo en la trampa del prejuicio, que supone en sí mismo una simplificación atroz de la realidad, con el único propósito de encasillar a los que piensan distinto como réprobos sin apelación.El prejuicio, como lectura calumniosa del otro y reducción inadmisible de la realidad, es padre de la violencia y ha sido el instrumento más usado en los regímenes totalitarios.Pertenece al "bombardeo ideológico", al mejor estilo de Joseph Goebbels, el ministro de propaganda nazi. Es el lenguaje propio de los despotismos políticos, tanto de derecha como de izquierda. Es, de última, un subproducto de la lógica de la guerra, entendida como aniquilación coactiva del enemigo."La política es la guerra sin derramamiento de sangre, mientras que la guerra es la política con derramamiento de sangre". La célebre expresión de Mao Zedong (1939), alimentó la imaginación de una generación que, emborrachada de voluntad de poder y dominio, condujo a matanzas inconcebibles a lo largo del siglo XX.Frente a este modelo, que necesita del odio como combustible, existe la democracia, donde la política no está subordinada a la guerra, al tiempo que se reconoce al otro, más allá de los conflictos y diferencias ideológicas.La puja por el poder, así, se tramita civilizadamente. "Se vive en democracia cuando existen instituciones que permiten cambiar de gobierno sin recurrir a la violencia, es decir, sin llegar a la supresión física de sus componentes", define Karl R. Popper.Las posiciones políticas ultras, con sus marcadores absolutos de certezas, sus prejuicios fosilizados, sus dogmas y creencias fijas, no terminan de cuajar en un marco político e institucional que exige, esencialmente, diálogo y debate entre las partes.La lección más importante de este sistema es que la verdad política -si se puede hablar así- está sujeta a la confluencia de varias perspectivas, que se enriquecen entre sí.En cambio el absolutismo ideológico, según el cual una parte de la sociedad cree poseer íntegramente la verdad, no admite otra visión de las cosas.Aquí el punto de vista propio es el único posible y deseado. Desde esta atalaya de infalibilidad, se suele negar terminantemente a considerar los hechos que pueden desmentir esta visión.En democracia, la comprensión de la realidad sólo puede lograrse a través del intercambio de ideas y de opiniones. Por eso está en su esencia aceptar la diversidad y el pluralismo.El perspectivismo democrático se sitúa, por tanto, lejos de los fanatismos ideológicos. Considera, efectivamente, que la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa (individuo o grupo).Pero también postula que comparando nuestras distintas perspectivas podemos esperar compensar nuestras diversas creencias, y alcanzar una representación del mundo más completa, más abarcadora.Esta lógica excluye de manera formal el deseo de imponer a nadie las opiniones (a fuerza de mentiras y manipulación), que es lo propio de la guerra.
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