CRÓNICAS URBANAS
La fe de Teresita
Teresita nació en un hogar en el que se iba a misa los domingos, se guardaba respetuoso silencio durante la Semana Santa y se tenía bien claro que la Navidad era una fiesta religiosa en la estaban de más la pirotecnia, la desmesurada ingesta de bebidas alcohólicas y hasta quizás también lo estuviera el perdón hipócrita que duraba, como mucho, hasta Reyes, en que todo volvía a la normalidad con amigos y parientes a los que suele unirlos más la soledad y la culpa que el afecto.
Como todos los niños educados sobre la base de un estudio memorístico y no razonado –si acaso se pudiera– del catecismo, Teresita no rezaba, sino que expresaba, a voz viva o mentalmente, oraciones aprendidas a fuerza de repetición y que, es justo decirlo, muchas veces desconocía su significado. Pero eso, también es justo decirlo, tampoco era motivo de preocupación o algo que le quitara el sueño. No por lo menos mientras fue niña.
Cuando llegó a la adolescencia y la escuela secundaria la encontró en una escuela pública, empezó a dudar de la infalibilidad de las estampitas y los rezos a la hora de aprobar los exámenes. Algo similar ocurría en relación a los primeros amoríos, en donde comenzó a dudar del valor agregado de los cuidados de la virtud a la hora de salir de noche y procurar los mejores candidatos.
Más adelante, su padre tuvo un infarto y la frase del médico: "está en manos de Dios", le sonó casi como una burla y pensó si encomendarse al Ángel de la guarda cada noche, en su ahora cada vez más lejana infancia, había sido una buena idea considerando lo que parecía significar estar en las manos de los santos. El padre murió esa misma noche. La madre seis meses después. Teresita quiso donar todos los San Roques, Vírgenes Marías y hasta un San Expedito al asilo de ancianos, amablemente le contestaron que, si no se ofendía, preferían un televisor.
Teresita cayó presa de una profunda depresión. Tomó conciencia de que ya tenía 40 años y ni siquiera tenía marido. Ni un gato tenía, ya que era alérgica a los pelos de los gatos. No tenía amigas. Y no tenía fe.
Nunca se vio una ocasión más propicia para que los vendedores de parcelas en el cielo se acercaran a ella y la convencieran de que no todo estaba perdido ni mucho menos, que para la Iglesia Universal de los Adoradores del Noveno Mandamiento no hay nada que un diezmo no pueda lograr y mucho menos aún la felicidad tanto terrenal como eterna.
Teresita descubrió entonces que tenía una voz que quizás sería lo suficientemente buena como para agradar a los ángeles, los arcángeles y ni qué decir del pastor, que hasta comenzó a visitarla en su propia casa, los domingos a la tardecita después del oficio primero y los días de entresemana después. Ella ya lo esperaba con la cena –el pastor era de gustos sencillos pero de buen apetito–, el vinito tinto que aprendió a conocer que le gustaba –hay que tomar poco pero del bueno, se jactaba él– y, cuando quiso acordarse, el pastor almorzaba y cenaba en casa de Teresita. Ella se sintió viva y feliz por primera vez en su vida. Él no le pedía nada a cambio de dárselo todo, su tiempo, sus oraciones, sus miradas cómplices desde el púlpito los domingos durante el oficio. Nada le pedía. Hasta ese día.
Fue después de almorzar un domingo, las palabras de elogio hacia los tallarines con boloñesa se mezclaban con citas bíblicas y risas cómplices. Fue mientras sacaba una generosa cucharada de dulce de leche del pote para dejarlo caer sobre el flan casero que le dijo casi como al descuido que estaba con problemas. No de salud, se adelantó a aclarar ante la expresión de pánico de Teresita, problemas terrenos, dijo. Teresita no advirtió en ese momento cuán literal era lo de terrenos. Una mala inversión inmobiliaria, un amigo que no pudo cumplir con lo pactado; en fin, necesitaba sacar un préstamo y la casa de Teresita como garantía era lo que permitiría llevar nuevamente la paz al templo.
Teresita, con los ojos llenos de lágrimas y cristiana compasión lo escuchó dar los detalles del negocio de marras; cuando el pastor terminó, ella le propuso orar juntos, luego entonar algunos salmos, más tarde recordaron anécdotas maravillosas del tiempo que compartieron haciendo hincapié en lo que ella llamaba: su nuevo nacimiento. El nacimiento a la fe. Cantaron, oraron, rieron, lloraron y recién entonces, sin ninguna culpa ni remordimiento, Teresita lo mandó al carajo.