La gente no le pegó al fiscal, ni al policía, sino al sistema
Por Jorge Barroetaveña
Especial para El Día
Antes, la policía, a duras penas, le había podido arrancar al fiscal, que casi muere a palos. Hasta un comisario fue golpeado en un ojo con un objeto contundente. El fantasma del 2.001, volvió de nuevo.
A mediados del 2.001 la situación económica de la Argentina se había deteriorado notablemente. La Alianza era un barco sin timón que navegaba a la deriva, y las reservas del Banco Central caían peligrosamente. Después del portazo de ‘Chacho’ Alvarez y su histórico renunciamiento, el salvador Cavallo había reaparecido y no tuvo mejor idea que el ‘corralito’. La furia entonces estalló y no hubo nada que pudiera detenerla. El enojo popular de las clases medias, dejó sin sustento a Fernando De la Rúa y el peronismo empezó a hacer su trabajo. El hartazgo de la gente con la clase política en general se tradujo en escraches e insultos: por aquellos días no había político que pudiera caminar tranquilo por la calle. El “que se vayan todos” se convirtió casi en un himno popular que referenciaba la angustia y el cansancio ante la falta de respuestas y la indiferencia de los poderes de turno.
El miércoles por la noche, madrugada del jueves, pasó algo similar. El estallido no lo provocaron los bancos quedándose con la plata de la gente, lo disparó una de las tantas muertes absurdas e inexplicables que se enseñorean en ese país dentro del país que es el Conurbano bonaerense. Los nueve tiros que disparó el muchacho de 14 años contra Capristo, que mataron al padre de familia y lo sepultaron para siempre, también hicieron renacer el mismo sentimiento de bronca e indignación de los calientes días del 2.001. El “que se vayan todos y no quede uno solo”, reapareció en medio de las corridas, los insultos y los intentos de linchamiento.
El fiscal que fue hasta el lugar, no tenía nombre y apellido para los vecinos indignados. En realidad no le pegaron al funcionario judicial, le pegaron a un sistema que no da respuestas y cuyos operadores prefieren mirar para otro lado, transfiriendo siempre la responsabilidad. En la Argentina, nadie se hace cargo de nada. La policía afirma, en voz baja y alta, que tiene las manos atadas y que los menores salen por una puerta y entran por la otra. La justicia que sólo se ajusta a aplicar lo que dice la fría ley y que de ella no depende la seguridad. Y los políticos están más enfrascados en ver cómo conservan o aumentan el mucho o poco poder que tienen. Sólo tienen energías para chicanear a sus adversarios, olvidándose de lo que significan las políticas de estado para una buena gestión. En ese contexto, era esperable el estallido de violencia. Lo de Valentín Alsina podría ser el inicio de un largo recorrido por el infierno. El que ya vimos en el 2.001 y sabemos cómo termina.
A principios de la década del 2.000 la consigna que guió los reclamos populares era tan nítida como impracticable. El que se vayan todos se fue perdiendo con el paso de los años, ahogado por cierta bonanza económica. La Argentina salía del pozo y nada que se le pareciera a eso sería tolerable. Por eso, las demandas fueron mutando, pese a que la mayoría quedaron insatisfechas. Hoy, casi ocho años después de aquella sangría del 2.001, la educación que reciben nuestros hijos y nietos, ha mejorado? ¿Los hospitales prestan un buen servicio de salud? ¿ Poseen una infraestructura y personal acordes al incremento de las demandas?. La seguridad en las calles ¿ha aumentado? Las fuerzas de seguridad, ¿se siguen quejando por la falta de recursos y de personal? La justicia, ¿no está colapsada? Los partidos políticos, ¿se han fortalecido y han aumentado su nivel de representatividad? ¿Realizan procesos internos para elegir a sus candidatos? ¿Se han renovado las caras de la política con la aparición de nuevas generaciones de dirigentes? Se reciben apuestas. Cualquiera de estas preguntas, tiene una respuesta que todos conocemos. Y parte del hastío social y el mal humor también pasa por ahí. En general suele haber un disparador que actúa como catalizador. Es lo que pasó el miércoles, con el enésimo crimen.
La turba de gente no le pegó al Fiscal, ni al funcionario de seguridad ni a la policía. Le pegó a la angustia de convivir con la ausencia de respuestas concretas a sus demandas. Ausencia que cuesta vidas y deja heridas difíciles de cicatrizar.
La ceguera no suele ser buena consejera en política. Es que el llamado de la Presidenta a Miguel Pichetto para que parara la declaración de alerta sanitario por el dengue en el Senado de la Nación, volvió a revolver el avispero y a arrojar sombras sobre la vocación de verdad que tiene el gobierno nacional. Si fue capaz de mentir y manipular el INDEC, hasta dejar por el suelo su credibilidad, porqué no podría hacer lo mismo con algo tan grave como el dengue. ¿Acaso no lo hizo el Chaco de Capitanich, qué hasta último momento seguía hablando de casos de gripe, en lugar de dengue?
La seguidilla es tan larga que asusta. Y Néstor Kirchner, en campaña, no hace más que echarle nafta al incendio. No hablar del dengue o rechazar que sea una enfermedad emparentada con la pobreza, es una peligrosa negación de la realidad, rayana en la ignorancia. Kirchner, como ex presidente casi presidente, tiene más responsabilidades que el resto de los ciudadanos. Sus palabras pueden contribuir a la pacificación o la guerra, al esclarecimiento o a la duda. El Kirchner de los atriles, durante su gobierno, nunca fue el mismo que el de los escritorios. Pero con ese llamado a Pichetto en el Senado, volvió la peor versión, encima la que maneja a su propia esposa. Todos, senadores oficialistas y opositores, y hasta la Ministra Ocaña estaban de acuerdo. Fue el temor al título de un diario o a la repercusión internacional. Kirchner parece cada vez más cerca del cuento del pastorcito mentiroso. Tanto mintió que, cuando dijo la verdad, nadie le creyó.
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