La lógica del odio
El espectáculo deprimente de la política argentina, devenida en una guerra de todos contra todos, hace pensar que la hegemonía entre nosotros reside en el odio.El país vive en discordia permanente a causa de este sentimiento negativo. Daría la impresión que para un argentino no hay nada peor que otro argentino. En la Argentina, se sabe, hay una tendencia a definirse por los enemigos."Dime a quien odias y te diré quién eres", sería la fórmula. Es una patología que está en el corazón de nuestra cultura cívica. Y que tiene una larga data entre nosotros.Federales versus unitarios. Conservadores versus radicales. Peronistas versus antiperonistas. Montoneros versus militares. Y la antinomia se extiende en el presente.La política inaugurada en 2003 ha hecho honor a esta tradición. La confrontación como eje, sobre la base de la dialéctica amigo-enemigo, ha sido una constante.Al parecer el poder político ha sabido aprovechar en beneficio propio este mal argentino. Es decir, capitaliza a su favor esta proclividad argentina a las divisiones enconadas.El odio a los "ricos" y a la "oligarquía", por ejemplo, se proclama y se justifica sin tapujos desde el oficialismo. De suerte que el país vive en un espíritu beligerante permanente.Pero este sentimiento, que es el reverso del amor, tiene mecanismos ocultos. Por ejemplo, alguien ha dicho por ahí que lo que odiamos en el prójimo es nuestro propio pecado.¿Cómo es eso? Sería algo así: en el fondo se odian en los demás los defectos que cada uno posee. Es difícil saber si esto es así en todos los casos. Aunque es llamativo el odio a los ricos que estimula el multimillonario matrimonio presidencial.El filósofo francés Gustave Thibon hace interesantes observaciones sobre este sentimiento. Aunque está en las antípodas del amor, dice, comparte con él la "preocupación y la preferencia por el otro".Esta primacía, justamente, hace del odio algo diferente del egoísmo. Según Thibon, el egoísta puede hacer el mal, pero únicamente en la medida que le aporte algún beneficio (riquezas, placeres, honores, etc.).Es decir, no está dispuesto a asumir riegos y sacrificios en su pasión. Podrá arruinar a alguien, por ejemplo, si piensa que con ello se va a enriquecer sin demasiados riesgos y complicaciones.En el odio, en cambio, la preferencia por el otro es extrema (igual que en el amor, aunque en sentido inverso). "El ser rencoroso busca, ante todo, el mal del prójimo, a menudo contra su propio interés", asegura Thibon.Es decir, el que actúa movido por el odio piensa, ante todo, en arruinar al enemigo, y para conseguirlo se halla dispuesto incluso a labrar su propia ruina.Es esta lógica secreta la que convierte al odio en autodestructivo. Es una pasión de una desmesura tal que se vuelve contra el propio odiador. En estos términos, una política montada sobre el rencor, a la larga, se convierte en un boomerang.La Argentina es un ejemplo contundente de esto. Un país que ha cultivado el odio de facción, cuyos gobiernos practican la venganza y la eliminación del adversario, donde sus intelectuales avalan ideológicamente la política del resentimiento, cae inexorablemente atrapado en la autodemolición.La Argentina no tiene futuro si sigue metida en la lógica del odio. Ni hablar si la política consiste en sacar rédito de la desunión de los argentinos. Quizá el desafío más hondo del país sea desactivar la hegemonía de este sentimiento.La intolerancia recíproca que reina actualmente en la vida pública nacional es consecuencia directa de la eterna guerra instalada en el corazón de los argentinos.Una guerra elevada a política de Estado.
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