FIN DE AÑO EN LA ERA DE LA IA
La paradoja de la hiperconexión: solos en una multitud ausente
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Mientras los algoritmos diseñan experiencias cada vez más personalizadas, se debilita nuestra capacidad de compartir momentos con los demás en el mundo real. Un recorrido por la soledad contemporánea para pensar qué nos pasa cuando estamos siempre conectados, pero cada vez menos presentes.
Son las once de la noche y, aunque podría ser cualquier día, la escena se repite en miles de casas: cuerpos recostados sobre las camas, scrolleando feeds que les ofrecen una última dosis de contenido personalizado antes de dormir. Todo está pensado para agradar. Nada desentona. Pero al cerrar la aplicación, aparece una sensación inesperada: la de sentirse más solos que antes de usarla. Esa experiencia, tan común como difícil de admitir, define una de las contradicciones centrales de estos tiempos: la paradoja de la hiperconexión.
Los algoritmos que controlan las redes sociales y las aplicaciones de streaming y noticias han alcanzado un nivel de sofisticación inquietante. No se conforman con mostrarnos publicidad según búsquedas o intereses, sino que captan nuestros patrones emocionales, predicen qué contenido nos puede mantener enganchados y construyen universos a medida.
Sherry Turkle, profesora del MIT y una de las voces más lúcidas sobre la relación entre la tecnología y la soledad, lleva años mostrando cómo las promesas de Silicon Valley de acercarnos terminan encerrándonos en versiones cada vez más fragmentadas de nosotros mismos. Sus palabras resuenan más fuerte cuando llega el fin de año, momento de balances y de evaluar qué pasó con todas esas conexiones que se anunciaban.
La situación es cada vez más común: cientos de contactos en redes, decenas de grupos de WhatsApp, conversaciones todo el día… Pero, cuando uno necesita compartir de verdad, tomar unos mates y hablar hasta quedarse sin palabras, esas relaciones virtuales no siempre se traducen en vínculos reales. Y estas lógicas digitales tienen mucho que ver porque dan forma a lo que Eli Pariser, activista y divulgador estadounidense, llamó “filter bubble” (burbuja de filtro): ecosistemas completos diseñados para que nunca salgamos de nuestra zona de confort.
Esta personalización extrema no se limita a que veamos más de lo que ya nos gusta, sino que evolucionó hasta convertirnos en sujetos predecibles. Las plataformas que usamos a diario dejaron de ser herramientas de entretenimiento o comunicación y hoy son arquitecturas invisibles que moldean nuestras preferencias, anticipan nuestros deseos y, en el proceso, terminan aislándonos de todo lo que escapa a nuestros consumos.
Spotify dejó atrás la simple recomendación de artistas y su música a partir de nuestros gustos y empezó a crear listas de reproducción que anticipan los posibles estados de ánimo según la hora del día, el clima y hasta las rutinas de movimiento. Netflix no sugiere películas, teje narrativas individuales donde cada usuario tiene su propia versión del catálogo. Instagram ahora no muestra fotos cronológicas de las personas que seguimos, sino que decide qué relaciones debemos priorizar según métricas de interacción que nadie aún entiende del todo.
El resultado es una sensación rara y agobiante: el algoritmo parece conocernos mejor que nosotros mismos. Sin embargo, lo único que hace es retroalimentar lo que ya somos. No nos desafía, no nos presenta cosas genuinamente nuevas, no nos hace crecer. Es como tener un “amigo” que nos dice únicamente lo que queremos escuchar.
Solos juntos en la mesa familiar
En pocos días, como es costumbre, las familias se reunirán para celebrar la llegada de un nuevo año. En las mesas habrá vitel toné, pionono, pan dulce, turrones y sidra, pero también, e inevitablemente, celulares. La escena se convirtió en un clásico: abuelos intentando charlar mientras los más jóvenes miran videos virales, adultos divididos entre atender a los mayores y chequear las notificaciones y adolescentes que prefieren interactuar con sus grupos de WhatsApp que con los que tienen al lado. Lo llamativo es que, en pocos años, las quejas y los enojos desaparecieron: antes había roces y discusiones por el uso del teléfono en una reunión, pero ahora es normal. La virtualidad coexiste con la realidad. Estamos todos juntos y todos solos al mismo tiempo. Diversos especialistas advierten que cada vez que elegimos interactuar con material a medida en lugar de con la persona que tenemos enfrente, estamos entrenando a los sistemas para que aprendan qué tipo de contenido nos genera más necesidad de seguir mirando. Este fenómeno tiene hasta nombre: FOMO, siglas en inglés de “Fear Of Missing Out” (miedo a perderse algo).
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Hay algo que recuerdan con melancolía las generaciones que crecieron antes de las redes sociales: el aburrimiento compartido. Esas tardes sin nada que hacer, esas sobremesas que se estiraban sin propósito, esos viajes mirando por la ventana. Hasta no hace mucho tiempo, cuando no pasaba nada interesante, igual estábamos presentes. Hoy, si la conversación no es estimulante, cada uno saca el celular y a otra cosa. Perdimos la paciencia para construir intimidad. Cada segundo muerto o cada momento de silencio son inmediatamente reemplazados con estímulos digitales.
A esta altura, es inevitable preguntarnos si podemos hacer algo o estamos condenados a la dictadura de la tecnología predictiva. Tal vez lo primero sea reconocer el problema y admitir que esta soledad que sentimos en medio de tanto vínculo en línea no es culpa nuestra, no es una falla personal, sino el resultado de fórmulas diseñadas con objetivos específicos que no incluyen nuestra felicidad o salud mental, sino que buscan que sigamos usando las aplicaciones. Como toda adicción, será necesario romper con los hábitos con voluntad de cambio y contando con estructuras de apoyo.
Este 31 de diciembre, vale la pena intentarlo: apagar el teléfono y aguantar la incomodidad de una conversación que no fluye como quisiéramos; permitir los silencios incómodos; exponerse a opiniones diferentes, incluso molestas, sin la posibilidad de escapar a un perfil que nos dé la razón. Obvio que no es fácil. Los sistemas nos entrenaron para evitar cualquier fricción, cualquier molestia, pero justamente en ese desencuentro puede estar la posibilidad de una conexión genuina. Dicho de otra manera, ser vulnerables para habitar el momento sin la opción de sumergirnos en una pantalla.
Mientras tanto, la inteligencia artificial seguirá perfeccionándose y almacenando conductas para anticiparse a nuestros deseos, construyendo mundos cada vez más confortables y más aislados. La cuestión no es si la tecnología seguirá avanzando —no tengo dudas que lo hará—, sino si nosotros tendremos la lucidez para no dejarnos atrapar completamente.
La paradoja de la hiperconexión, quizás, se resuelva de una sola manera: soltando los dispositivos para reencontrarnos con las personas. Incluso si eso significa lidiar con el tío que tiene opiniones políticas insoportables, con la abuela que cuenta las mismas historias cada año o con el vecino que no para de quejarse por todo.
El desafío que nos deja este 2025 es simple y, a la vez, brutal: o recuperamos la capacidad de estar presentes, o terminamos siendo apenas espectadores de nuestras propias vidas.

