La política y el dilema de la felicidad humana
¿El perfeccionamiento de la organización social deriva, automáticamente, en mayores cuotas de felicidad humana? En la posmodernidad la conexión de ambas cosas no está clara.El proyecto de la Ilustración había redefinido la política como una actividad orientada a conducir a los seres humanos a un estado de plenitud o de gracia.Bien mirado, el diagnóstico de fondo, que alimentaba el proyecto, era que el hombre no estaba satisfecho con él mismo y con lo que había. El siglo XVII, con su entronización de la razón, incubó la idea de que eso podía cambiar.La felicidad, de última, sería el resultado de un mundo bien gestionado. La naturaleza, gracias a la técnica y la ciencia, sería moldeada hasta adoptar una forma dócil al uso humano.Pero más que nada la "naturaleza humana" sería limpiada de toda contradicción, hasta ajustarla a un estado de máxima felicidad. Llegar a ser feliz, por tanto, no sería una quimera, sino una posibilidad cierta en la medida que el mundo fuera transformado de raíz.Ahora bien, el único modo de que los infelices pudiesen alcanzar el estado de felicidad es que sumaran fuerza y trabajaran unidos a fin de conseguirlo. Ahí aparece la política, no vista ya como oficio enojoso que lidia con el conflicto humano, sino como arte colectivo que produce la vida feliz.La política quedó imbuida de la convicción según la cual cambiando la ecuación sociológica -la organización de la sociedad- se seguiría un estado de plenitud psicológica individual (léase felicidad).A poco más de dos siglos, esta confianza en la acción política, al menos como fue formulada en la modernidad, ha sido quebrada. El gobierno de la sociedad, para transportar a los seres humanos a una situación de felicidad, no ha traído el resultado esperado.Lo que se conoce como posmodernidad registra este desencanto político. Si alguna vez se podía ser optimista y crédulo respecto de que el cambio no sólo era posible sino que era siempre para mejor, hoy esa creencia luce deshilachada.Lo que está en revisión, justamente, es si es correcto creer que la política es la causa eficiente de la felicidad humana. O en otros términos: si esta última depende de aquella otra. Además, ¿la vida feliz se alcanzó en las sociedades opulentas?Es llamativo al respecto que el gobierno de Gran Bretaña haya propuesto medir hace poco el grado de felicidad de los británicos, preguntándoles si encuentran sentido a la vida y si están satisfechos.Arthur Schopenhauer decía ya en el siglo XIX que ni la política, ni el Estado ni la técnica eran una solución frente a la incurable insatisfacción humana. El filósofo alemán no veía una conexión causal entre el estado presente del mundo y la desdichada condición humana.Su pesimismo lo llevó a sostener que los hombres se inventan ilusiones (una de ellas la política) con tal de no ver lo que lo que la vida es: dolor y aburrimiento.En este sentido, las sociedades de la abundancia, aunque han mitigado el dolor asociado a la miseria, no sabrían cómo lidiar frente al hastío. (El diagnóstico de Schopenhauer es muy actual a la vista de los síntomas de degradación que aquejan al mundo rico).Es posible que la idea de que "un mundo mejor es posible" haya sido sustituida, en buena parte de la conciencia global, por otra que postula que de lo que se trata es de evitar que empeoren las cosas.Esta convicción de época trae aparejado, por lógica consecuencia, un retraimiento de las personas respecto a la política y al ámbito de lo público, una tendencia que corre paralela con la revalorización de la vida privada.
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