La vuelta del Estado
La posmodernidad, a caballo de la globalización económica, instaló una idea nihilista sobre el poder y la autoridad.
Nos vino a decir, aunque no explícitamente, que la sociedad había alcanzado la auto-gestión de las cosas humanas. Como si la política hubiese sido absorbida por las relaciones hombre a hombre.
¿Pero entonces el hombre dejó de ser un “lobo para el hombre”, como pensaba Thomas Hobbes? Dicho pensador (siglo XVII) sostenía que el hombre es un mal bicho, que está en guerra perpetua con su semejante.
Para evitar la guerra civil perpetua, el hombre inventó el Estado como árbitro. Es preferible un gobierno fuerte y despótico, decía Hobbes, al caos y a la anarquía.
Pues bien, ¿alcanzó el hombre contemporáneo un grado de evolución tal que ahora ya es “bueno”, puede vivir en armonía con sus pares, por tanto desapareció el conflicto y con ello la política y el Estado?
A decir verdad, lo que está pasando hoy en el mundo, sobre todo ante el colapso financiero, parece darle un mentís a la hipótesis del ocaso de la política.
El nuevo presidente norteamericano, Barack Obama, llega con un discurso que reivindica al Estado, frente a la ideología despolitizadora del mercado.
Los líderes mundiales, sin renegar de la libre empresa, pero ante el descalabro ecuménico de la economía, hablan de crear una nueva “arquitectura financiera”, donde predomine la regulación estatal.
Parece el regreso de la política y del Estado, es decir el viejo arte de arbitrar los asuntos humanos, frente a la cultura posmoderna de las últimas décadas, que proclama la licuación de las cuestiones del poder y la autoridad.
Pero para hacer justicia con nuestra época despolitizada, hay que decir que en Occidente se instaló, sobre todo en el siglo XIX, un pensamiento hostil al Estado.
Liberales, socialistas y anarquistas se pusieron así en gran parte de acuerdo en que se lo debía suprimir en una u otra forma. Los anarquistas fantaseaban con que si el Estado en sí se acababa, entonces se podía hacer caso omiso de la autoridad.
Los socialistas participaban de esta utopía, pero comprendían su falta de realismo. De hecho veían que los proletarios se verían obligados, durante un período de transición, a gobernar la máquina estatal heredada.
“¿Cómo se la compondría esta gente –los anarquistas- para poner en movimiento una fábrica, hacer funcionar un ferrocarril, o navegar un barco, sin una voluntad que decidiera en ultima instancia?”, reflexionaba a propósito Friedrich Engels (siglo XIX).
La historia humana ha demostrado hasta acá que los partidarios del fin de la autoridad política, cuando llegan a la conducción de la sociedad recrean el Estado que combaten y hacen uso de los mismos principios políticos que niegan.
Entre los argentinos, tras el derrumbe del 2001, bajo la consigna “que se vayan todos”, los políticos se convirtieron en personajes sospechosos, en corruptos e incompetentes insanables.
Esta aversión a los políticos se ha trasladado a la política como tal, y al ejercicio de la autoridad estatal. ¿No sigue intacta, acaso, esta cultura despolitizadora en Argentina?.
Los cortes de ruta, la movilización callejera permanente, el hastío ciudadano hacia los partidos, los atajos inconstitucionales para solucionar los conflictos, revelan la ausencia peligrosa de la política y el Estado.
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