Las miserias de la profesión
Es una verdad sencilla: quienes ejercemos el oficio de informar y opinar estamos atravesados por las vicisitudes propias de cualquier actividad humana. “Humanos, demasiado humanos”, al decir de Friedrich Nietzsche.
Los periodistas, tan críticos de los demás, no solemos hacer públicos nuestros pecados capitales. Pareciera que la profesión, rodeada de un aura de respetabilidad pública, está blindada contra la corrupción.
Pero no. Somos vulnerables como cualquiera y se diría que padecemos las mismas deficiencias que el resto de los sectores sociales. Y de hecho, el país es lo que es por el periodismo que tiene.
Es mucho lo que se nos podría imputar. Incluso es pertinente que nos cuestionen si aquello que publicamos tiene realmente valor. A propósito, la noticia tiene su ideología.
En las escuelas de periodismo se ejemplifica esto con la siguiente pregunta: ¿Qué es noticia: que un perro muerda a un hombre, o que un hombre muerda a un perro?
En la profesión, noticia es lo segundo. Es decir, nosotros desarrollamos el olfato, se podría decir, para lo anormal. Tenemos la mira puesta en lo patológico. Vivimos del conflicto.
De ahí la imagen tenebrosa y sombría que la profesión, en términos generales, da del mundo. Al respecto, el periodismo debiera hacerse cargo por contribuir a una mirada desconfiada, pesimista y cínica de la vida.
Además, las tentaciones de la profesión son muchas. Una de ellas, por caso, es el vedetismo. Quienes abrazamos el oficio de informar y opinar solemos caer en la fascinación de nosotros mismos.
Así, utilizamos la noticia como trampolín para el autoelogio. Y de esta manera instalamos en el público el interés no en la realidad, sino en nuestra persona. Con esta táctica de la expansión del yo, malversamos los fines de la actividad.
El vedetismo periodístico sería eso: sacrificar el mensaje, devenido al cabo en excusa, a favor del mensajero; usurpar el lugar debido a la noticia para posicionar allí al periodista (de suerte que el público no hable ya de lo que pasa sino de quien lo dijo); o enancarse en causas comunes para trocarlas en causas ególatras.
No es casual, en este sentido, cierto estilo agresivamente arrogante, la extensión de la pose de sabelotodo, la actitud de presuntuosidad militante, la irrefrenable vocación inquisitorial.
O esa pedantesca manía de hablar de uno mismo, esa enfermiza auto-referencialidad profesional que refregamos todo el tiempo ante el público (para recordarle -no sea que se olvide- lo importantes que somos).
En fin, mencionar las miserias de esta actividad acaso sea algo urgente. Porque el periodismo, tan crítico como es, al que le sienta bien la función de barredor de mitos (los ajenos, claro), debiera ser igualmente desmitificado o des-mitologizado.
Aunque el monopolio del discurso sirva de tapadera, ninguna ley misteriosa nos salva de las flaquezas humanas, o nos coloca en un sitio más allá del bien y del mal, en una especie de pedestal impoluto.
La crítica hacia uno mismo siempre es buena. No se trata de flagelarse ni de caer en el autodesprecio gratuito. Sino de recordar cada tanto –sobre todo en un día como hoy- que el periodismo no es infalible, ni mucho menos.
A veces con no creérsela es mucho. Una mirada no indulgente ni complaciente hacia el ejercicio cotidiano del oficio, lo suficientemente honesta, nos ayudaría a crecer.
Porque, de última, somos humanos, demasiado humanos.
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