Libia nos recuerda la obstinación de la guerra
La postal de muerte y destrucción de Libia, la ferocidad de la lucha fratricida, con su carga de indecible sufrimiento humano, no sólo nos revela una vez más el espanto de la guerra, sino su obstinada persistencia.La sangre corre a raudales en el país africano, en una orgía que hace sospechar que detrás de ese derramamiento late hasta cierta voluptuosidad, una complacencia macabra por la carnicería.Un argumento más que elocuente -¡otro más!- para los que hacen de la violencia su lenguaje preferido. Lancen, increpan, una mirada a la historia de la humanidad, y verán la misma lógica siempre: se combate hoy, se combatió ayer, se combatirá mañana.En el artículo "El malestar de la cultura", que vio la luz en 1930, y por tanto anticipaba los horrores que vendrían, Sigmund Freud se preguntaba si la cultura (el Super Yo junto con el Yo) podía controlar el impulso agresivo (el Ello) de la humanidad."A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanada del instinto de agresión y de autodestrucción", resumió el padre del psicoanálisis.Las matanzas colectivas -del tipo que se lleva a cabo en Libia, cuyo dictador en retirada exacerba- ¿pueden ser evitadas mediante algún artilugio cultural o institucional?A Freud lo atormentaba, seguramente, la paradoja de la modernidad. Porque la Primera Guerra Mundial, y la asunción de los totalitarismos en Europa, circunstancias de las fue testigo, coincidían con el triunfo del paradigma científico, fraguado en el siglo XIX.Su malestar tenía fundamento. Lo que vino después, la Segunda Guerra, los campos de exterminio nazi junto a la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, demostraron que la modernidad tecnológica puede aparearse con la barbarie extrema.Ahora el infierno de la guerra es un infierno científico, técnico, moderno. Las bombas y misiles que estallan en Libia revelan, en todo caso, que la eficacia de la destrucción puede ser mayor.La paradoja es que el hombre sigue haciendo la guerra con aparatos cada vez más mortíferos, símbolos inequívocos de la racionalidad científica. ¿Está condenada de antemano, por tanto, la causa de la paz?Por lo pronto, el pasado está allí para ser aprendido. Los regímenes totalitarios y autoritarios, que glorifican el principio de la fuerza sobre la razón y el derecho, son fuentes de violencia ilimitada.El grupo político iluminado que cree poder realizar el bien absoluto, convencido de que porta la salvación de la sociedad, considera a todo aquel que objete esa creencia como un canalla que debe ser extirpado, para lo cual incluso invoca razones morales."Quien no me quiere, no merece vivir", exclamó en su estilo delirante y demencial el dictador Kadhafi, recordando la actitud de aquellos líderes totalitario de todos los tiempos.Frente a este grito de guerra, a la intolerancia de los "elegidos", se entiende el deseo de las sociedades por democracia. "Se vive en democracia cuando existen instituciones que permiten cambiar de gobierno sin recurrir a la violencia, es decir, sin llegar a la supresión física del oponente", escribió Karl Popper.En sociedades abiertas en que las personas deciden con sus acciones el curso de la historia, y en las que se respeta la opinión de las minorías, se evita la intolerancia de los regímenes que no aceptan la disidencia.¿Alcanza esta construcción para erradicar la beligerancia? Seguramente que no, aunque aquí el marco cultural e institucional ayuda en gran medida a tramitar las diferencias ideológicas y políticas sin recurrir a la violencia.Mientras tanto, la pregunta de por qué persiste la guerra sigue sin respuesta. ¿Será, como creía Freud, que el hombre porta una agresividad innata que lo conduce a desintegrar la sociedad?¿Qué cosas debe hacer para vivir en paz con los demás?
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