Llevamos la trampa en nuestros genes
Que se haga cualquier cosa para acceder y mantenerse el poder, es parte de la idiosincrasia de nuestra dirigencia.
Estafar al electorado con maniobras espúreas, contrarias a reglas institucionales elementales, es parte de la cultura política argentina. Es una práctica de los oficialismos cuando ven que pierden poder.
¿Y después le piden a la población que sea obediente a la ley, que respete a la autoridad y al orden público? ¿Y después se quejan de los “climas destituyentes”?.
¡Si son ellos quienes quebrantan las reglas de juego! ¡Si son ellos los que se ríen de la ley!.
Pero no nos engañemos: los países tienen los gobiernos que se merecen. Se actúa desde el poder en la más absoluta impunidad, porque antes hay una sociedad que desprecia la legalidad.
La anomia forma parte de nuestro carácter nacional. La Argentina es un país que vive por fuera de la ley. En realidad, hemos hecho de la trampa una segunda naturaleza.
No es casualidad que nuestro juego nacional de naipes sea el truco, donde de lo que se trata es de sacar ventaja mediante el disimulo y la mentira. Nada nos pinta mejor que esta práctica lúdica.
Así como mentimos sobre las verdaderas cartas que tenemos –y en eso consiste el truco- así escondemos pobres en truchados indicadores del INDEC, o tapamos el dengue con los discursos.
Pero como el engaño es constitutivo del ser nacional, está inscrito en nuestro código genético, para los argentinos se trata de una picardía más. Así esta sociedad avaló y festejó las “agachadas” de otros gobiernos.
Es que así somos los argentinos: tipos piolas. Como decía Borges: “El argentino suele carecer de conducta moral, pero no intelectual; pasar por inmoral le importa menos que pasar por un zonzo”.
“La deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se llama viveza criolla”, decía el célebre escritor.
¿De dónde nos viene este desapego por la norma? Argentina ha sido formada, desde sus orígenes, en la violación de los códigos. Para nosotros de lo que se trata, en realidad, es de encontrar un resquicio para burlar la ley.
En eso reside la “argentinidad”. Ése es nuestro destino manifiesto. Lo anómalo e ilegal habita en nuestros cromosomas. Por eso este país idolatra a personajes como Maradona y celebra el gol con la mano que le hizo a los ingleses en un mundial de fútbol.
Para muchos historiadores no quedan dudas de que fueron nuestros antepasados quienes nos inocularon este modo de ser. La decisión de la monarquía española de cerrar el puerto de Buenos Aires fue, por paradoja, la ley que transformó al Virreinato en el mayor centro de contrabando de la época.
Cuenta Juan Agustín García, que el monopolio creó una cultura de la ilegalidad que se enquistó en toda la sociedad rioplatense. En su origen, Argentina fue un país de contrabandistas.
Todas las clases sociales en la época colonial encontraron más cómodo sacudir el yugo de la legalidad. Las nociones de lo bueno y de lo malo, del derecho y de la justicia, quedaron desde entonces trastrocadas.
La herencia española preparó, así, las condiciones políticas para que después la gobernabilidad futura dependa de la voluntad exclusiva de un patrón. En suma, no el trabajo honrado sino el contrabando. No el sistema institucional, ni la ley y el orden, sino la voluntad omnímoda del caudillo.
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