CRÓNICAS URBANAS
Lo que aprendió Ramón de su viaje al centro de la Tierra
En Pueblo Nuevo, uno de los míticos barrios periféricos de nuestra ciudad, nació y vivió toda su vida Ramón Torresani, hombre honesto, trabajador y pocero de profesión. Desde hacía ya varios años, con la llegada del progreso, tanto a la ciudad como al campo, su trabajo había disminuido bastante, por lo que el tiempo libre lo utilizaba haciendo diferentes changas que le permitían vivir humilde, pero dignamente. Pero, humano al fin, Torresani también tenía sus defectos: amante desmesurado de las bebidas espirituosas y mentiroso al extremo. Ninguna de las dos molestaba a nadie ya que no tenía familia a quien avergonzar con su vicio y sus mentiras provocaban más gracia que daño ya que abundaba en exageraciones e historias hilarantes y plenas de desmesura.
Solía recalar a la caída del sol por un conocido bodegón de la zona en donde siempre había una silla libre para que se sentara a compartir sus historias, la mayoría de ellas ligadas a su oficio, que era su mundo. Allí, bebía un vino áspero que el bolichero servía casi hasta el borde del vaso dejando, según expreso pedido de Ramón, siempre un dedo libre para cortarlo con un poquito de agua. “A lo Jesús”, decía. En varias ocasiones había explicado su descabellada hipótesis acerca de la errónea interpretación bíblica del vino y el agua y que él resumía en que, según los libros sagrados, Jesús rebajaba el vino con agua. El bolichero, respetuoso de Ramón y sus tradiciones religiosas, le dejaba un chupín de vidrio con agua para que el otro lo usara cuándo y cómo creyera conveniente.
Cierta noche, sorprendió a la nutrida concurrencia del bodegón –dado que era viernes y vísperas de fin de semana largo– despidiéndose por algún tiempo ya que iniciaría, según adelantó, un viaje que llenaría de orgullo tanto a su persona como al barrio todo. La cosa empezó, en realidad, cuando un par de parroquianos, conocedores de los puntos débiles de Ramón, comenzaron a elogiar las virtudes de un tal Ramallo –Jeremías Ramallo, hombre de Gualeguay– capaz de hacer un pozo de hasta 25 metros en una mañana. Ramón acusó la estocada, pero no dijo nada y siguió bautizando su vino en silencio. Las lisonjas, lejos de disminuir, iban aumentando a medida que avanzaba la noche y el número de parroquianos que seguía aportando datos, algunos ya rayanos al disparate, sobre ese tal Ramallo y nada parecía hacer mella en el sensible orgullo del pocero de Pueblo nuevo.
Sería casi la una de la noche del sábado ya cuando Ramón se puso de pie, pidió la cuenta y anunció sin emoción que iba a ausentarse por algún tiempo del boliche debido a un viaje que iba a realizar.
–¿Salió una changa en algún campo, Ramón? Preguntó uno.
–No es trabajo precisamente.
–¿Vacaciones? Argumentó otro con un dejo de sorna.
–No sé qué es eso. Respondió Ramón.
–¿Y entonces? Dejá de hacerte el misterioso, che.
–Si quieren, llamenló desafío personal. –Y siguió–, como hay algunos que todavía dudan de mis habilidades con la pala de punta, he decidido romper mi propio récord y me voy a ir a profundidades que nadie ha llegado jamás. –Y nadie, no de acá, de toda la provincia–. Enfatizó.
–¿Y a dónde vas a ir, Ramón?
–Al centro de la Tierra. Dijo.
Nadie sabía que lo que había alimentado esa decisión había sido, además de la mencionada charla sobre este ficticio pocero de Gualeguay, una conferencia que había disfrutado casi por casualidad Ramón en la que el escritor Darío Carrazza se explayaba sobre la obra de Julio Verne y uno de los tópicos era, precisamente, Viaje al centro de la Tierra, que quién sabe qué efectos tuvo en ese momento en Ramón y que hoy venía a ser esgrimida como carta de triunfo en el boliche.
Nadie se atrevió a decir nada en ese momento para evitar herir los sentimientos del pocero que tan estoicamente había aguantado en silencio toda la noche las cargadas, pero el silencio se empezó a volver preocupación cuando pasaron varios fines de semana y nada se sabía de Ramón. Tanto es así que hasta algunos borrachines comenzaron a preguntarse si no estaría viajando en serio hasta el centro de la Tierra.
Casi tres meses duró la ausencia de Ramón al boliche. Y suerte que fue para agosto que volvió, sino capaz que de haber sido para Semana Santa alguno iba a pensar que era una resurrección. Entró al bodegón como si nada y se ubicó en una de las mesas a la espera de un vaso de vino. Todos rodearon al recién llegado y nadie se animaba a preguntar nada. Ramón tomó el vaso, le agregó unas gotas de agua, bebió un trago que pareció eterno, eructó respetuosamente y recién entonces habló.
–Como lo prometido es deuda, hice el viaje que les anticipé y aquí estoy de vuelta, trayendo pruebas irrefutables de mi viaje.
–¿Y qué trajiste, Ramón? –se atrevió a preguntar uno.
–Experiencia– dijo. Y algunas respuestas a preguntas que la ciencia venía haciéndose desde hace añares. Primero, y de esto ya no puede seguir habiendo discusión, los dinosaurios están acabados del todo.
-¡Noooo! Se oyó un grito desde el lado de la barra.
–Segundo. –Dijo Ramón levantando una mano y llamando a silencio-, segundo: el que diga que en Federación hace calor es porque nunca fue al centro de la Tierra. Esos son calores, resaltó.
–¡Lo parió! Agregó el que tenía al lado.
–Por último, y lo más importante, el volcán Nautilus ha salvado varias vidas a pesar de ser tan peligroso.
El Negro Martínez, que era filoso como cuchillo de matarife, intentó ponerlo en aprietos.
–Todo bien, Ramón, pero, ¿cómo sabemos que es verdad que llegaste hasta ahí y no nos estas bolaceando?
–Fácil. Planté una bandera de Pueblo Nuevo justo en el centro.