Los gobiernos y el poder de la opinión
En democracia, donde el poder reside en el "pueblo", es lógico que los políticos adulen a éste, o se plieguen a sus preferencias. ¿Pero qué pasa cuando hay que tomar medidas que no gustan?Las dictaduras se han justificado diciendo que la política persigue fines que la mayoría de las personas, al parecer menos dotadas para conocer sus propios intereses, no alcanzan a percibir.El autócrata supuestamente sabe lo que hace, y eso significa que el resto de la sociedad debe seguir lo que él decide, sin preguntarse si está bien o no el camino emprendido.El problema surge cuando los gobernados, cuya opinión no se consulta, resisten al poder. Aquí la experiencia histórica revela que el ejercicio del mando no puede descansar en la pura fuerza, sino al revés.Como el ministro Charles MauriceTalleyrand le aconsejó a Napoleón: "Con las bayonetas, sire, se puede hacer todo menos una cosa: sentarse sobre ella". Es decir el mandar no es gesto de arrebatar el poder, y sentarse en él omitiendo el estado de la opinión pública.En otras palabras, el poder no se funda sino en el sistema de opiniones -ideas, preferencias, aspiraciones y propósitos- que residen en la sociedad. La democracia finca en esta premisa básica.De aquí se sigue que todo desplazamiento de poder, todo cambio al nivel de los que mandan, es a la vez antes un cambio de opiniones. En democracia, los gobiernos van y vienen, así, por el voto de la gente.Ahora bien, ¿acaso el gobernante, en el ejercicio del poder, debe inspirar sus decisiones en lo que considera más justo y apropiado, o debe seguir todo el tiempo la preferencia de la opinión (por ejemplo mediante las encuestas)?En la democracia representativa el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes. Esto en teoría sugiere que hay una transferencia temporal y legalmente acotada del poder desde el pueblo -que es su titular- a personas que devienen en "mandatarios", esto es que aceptan el encargo de representarlo o de llevar sus negocios públicos.Si el pueblo no decide propiamente -sobre lo que hay que hacer en tal o cual cuestión- sino que se limita a elegir quién decidirá, los gobernantes gozan entonces de autonomía para adoptar medidas, que incluso pueden ser visualizadas como "impopulares".La cuestión ha saltado a la palestra a partir de la intención del gobierno de Estados Unidos de intervenir militarmente en Siria. Un defensor de esa medida, Bernard-Enri Lévy, acaba de escribir en Corriere Della Sera, que se ha confabulado contra ella "la dictadura de la opinión pública"."Ser elegido no basta, no alcanza con disponer de poderes bien definidos en una Constitución ni tener el apoyo parlamentario de representantes del pueblo, que, llegado el caso, pueden censurarnos", razona.Y añade: "Antes de actuar, o sea antes de decidir la política internacional del propio país y actuar, antes de castigar a un régimen sin ley que usa armas prohibidas desde hace un siglo, hay que tener el consenso de la opinión pública". Tras señalar que esa opinión es un "poder sin cara, inasible, irresponsable", y difícil de medir, Lévy recordó que muchas veces gobernar es no gustar. "Es sacar fuerza del mandato popular para resistir, de ser necesario, a ese antipueblo que es la opinión pública", destaca.Como sea, finalmente la democracia, al consagrar elecciones periódicas, hace que la opinión de la mayoría decida si castigar o premiar a políticos y gobiernos, haciendo valer así su poder real.
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