POR JORGE BARROETAVEÑA
Maradona eterno: algo de cada uno de nosotros se fue con él
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Creo que todos fuimos contando como Diego iba esquivando jugadores ingleses. Cuando con su zurda, mientras inclinaba el cuerpo y se caía, la acarició, todos soplamos para empujarla. Ese día, ni un minuto antes ni un minuto después, ese pibe nacido en la pobreza de Villa Fiorito, se hizo inmortal. Entró, para siempre, en el corazón y en el alma de los argentinos.
Por Jorge Barroetaveña No es la primera vez que escribo sobre el fenómeno Maradona. Por eso explicarlo, no debería ser tan complicado. Nunca me metí en las profundidades de su vida privada. Maradona debe haber sido el primer acto del Gran Hermano del planeta tierra. No había acto o actitud suya que no estuviera escudriñada por cientos de periodistas que seguían sus pasos como moscardones. Su magnitud fue tan grande que terminó por convertirse en pasaporte para los argentinos en cualquier lugar del mundo. Basta con reseñar algunas de las miles de anécdotas. Su sola mención abría puertas, o te hacía zafar de un momento complicado. Maradona hizo con su zurda felices a millones. Y no hay muchas vueltas que darle para explicar el fenómeno. Es el gen argentino ciento por ciento. Capaz de hacer, en un mismo partido, un gol con la mano y a los pocos segundos una obra maestra para todos los tiempos. Todo en el mismo combo. Fue el tipo capaz de ir a un club chico de Italia. Al sur pobre y parársele de manos a los más poderosos. Y ganarles. Aquella epopeya que Diego hizo en Nápoles no tiene parangón. No estaba rodeado de estrellas. Su club estaba más cerca de la Segunda División que de la gloria. Era una Italia rica, opulenta, que nutría a los clubes grandes con los mejores jugadores. El tipo logró el milagro. Elevó a sus compañeros, recuperó la estima perdida de un pueblo y lo llevó a la gloria. Impactante. Diego trasladó esos logros e hizo copartícipes a sus seguidores. Con sus contradicciones a cuestas, sus peleas, sus yerros humanos y sus desbordes que tan caro le costaron. Jamás renunció a ese liderazgo. Agarró la bandera y no renunció nunca. Maradona la pasó mal cuando era chico. Su zurda lo salvó a él y a su familia, pero también fue su condena. Cuando estaba allá arriba, no había nadie a quien preguntarle. “Me dí vuelta, miré a los costados y no había nadie. No tenía a quién preguntarle…”, contó. La vida tampoco le dio herramientas para enfrentar eso. Hizo lo que pudo. A veces mucho y otras tantas poco. Pero su mito lo instaló aquel día del gol a los ingleses por encima de todo aquello. Por encima de las miserias terrenales y de sus propios errores. Lo incrustó en el alma de cada argentino que lo vio jugar, futbolero o no. El barrilete cósmico de Víctor Hugo hizo varias de las suyas después. Levantó la Copa del Mundo, jugó con el tobillo hecho una bola en Italia y llevó la celeste y blanca a todos los rincones del planeta. El jueves en la calle la gente cantaba el Himno y gritaba Argentina. Maradona fue bandera y buscó serlo. "Qué me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía…”, dicen que dijo el Negro Fontanarrosa. No sé si será cierto, aunque la brillantez de la definición delata su origen.Ahí está la clave para entender el fenómeno Maradona. A los miles que fueron a despedirlo, a los que no lo pudieron hacer pero lloraron frente a la pantalla del televisor, a los que lo odiaban y a los que les resultaba indiferente, una raza que en el caso de Maradona, es probable que no exista.Maradona los tocó a todos.Fue todas las caras que quiso ser, jugando con los límites. Usó y se dejó usar. Habló y se contradijo. Cultivó adicciones, se recuperó y volvió a caer. Se peleó con sus orígenes. Enfrentó al poder y se peleó con él. Siempre con sus contradicciones a cuestas.Pudiendo quedarse instalado en el Olimpo de los más grandes, eligió bajar al barro y ser técnico de fútbol. A juzgar por lo que vino después, no lo hizo tan mal. Pero nunca un personaje de ese tamaño pudo refrendar idolatría en otros terrenos. Casi como una máxima.Maradona necesitaba esa adrenalina, tenía que seguir asumiendo desafíos y buscando demostrar hasta dónde era capaz de llegar. En Sudáfrica 2010 no estuvo tan lejos. Algo que se explica hace poco cuando se preguntó en un reportaje si la gente lo seguía queriendo. El jueves cientos y miles de camisetas de los clubes más diversos salieron a despedirlo. No les importó la pandemia, las vallas y los pedidos. Maradona, mal que nos pese, fue, es y será un espejo de los argentinos. Con todo lo bueno y lo malo que llevamos como cruz. Pero Diego se dio el lujo de hacernos felices. Ese estado tan efímero del ser humano que pocas veces en la vida se alcanza. El tipo fue tan groso que lo consiguió. El agradecimiento entonces será eterno. Ese día, aquel del Azteca cuando su zurda acarició la bola y le clavó el segundo gol a los ingleses, su figura quedó suspendida en el alma de cada argentino. El jueves despedimos un pedazo de nosotros mismos.
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