POR LUIS CASTILLO
Mi amigo Chen, el chino del súper

Están ahí como si hubieran estado desde siempre, sin embargo, llegaron sin que nadie tuviera ni siquiera tiempo de notar que habían llegado. Pero están.
Luis Castillo* A la vuelta de mi casa —como a la vuelta de las casas de casi todos— hay un supermercado de nombre impersonal. Soso. Un nombre que pareciera tener tanta conciencia de su invisibilidad como todos los de su tipo, ya que nadie conoce el nombre de esos supermercados. Son los de los chinos. ¿Quién necesita que tengan nombre para identificarlos? ¿A quién le importa el nombre de quienes están detrás de las cajas registradoras prácticamente todo el día y todos los días pareciendo no saber que existen los santos, las vírgenes o las efemérides? No es —me dirá usted que ya pasó hace algún tiempo los cincuenta— como cuando estaban los gallegos. Esos eran otra cosa. Y además no eran supermercados sino almacenes. Y fiaban con la libreta. Y cerraban para semana santa porque podía vérselos en las procesiones. Ah, y hablaban. Porque estos que están ahora, además de estar con cara de culo todo el día, de casualidad te ofrecen los caramelos de vuelto porque si no fuera por esa circunstancia, ni siquiera te dirigirían la palabra. Y ellos están ahí. Silenciosos. Huidizos. Con la misma angustia —imagino yo— que la que tendría cualquiera de nosotros si nos encontráramos de repente, de la noche a la mañana, en las antípodas de nuestra tierra (por llamarlo de algún modo ya que, en cierta forma son desterrados) escuchando una lengua tan extraña a nosotros como las costumbres, los gestos y las nimiedades que hacen de cada pequeñez una muralla, tan silenciosa y vacía como la que dejaron atrás sin siquiera —seguramente— haberla conocido. Por momentos se me ocurre que debe ser como si a un gurisito del monte chaqueño, acuciado por el hambre y la ausencia de trabajo, se lo confinara a un paraje a, digamos, unos 200 kilómetros de Shijiazhuang, por ejemplo; y allí, en un enrevesado cantonés le preguntaran por el obelisco, o Bariloche o por las cataratas del Iguazú. Como para hablar un poco, sacar un tema, ya que esos indios sudamericanos son tan raros y parcos, quizás comentaría una vecina a la otra mientras rezonga por el aumento del precio del gai lan o lo poco carnoso que está el bok choi para la sopa. El chino del súper de la vuelta de mi casa se llama Chen o Shen, tiene edad incierta y convive con tres o cuatro personas que quién sabe si serán amigos, parientes o empleados. A nadie le interesa de todos modos. Solo importa lo que sabemos de ellos, nuestras certezas: que los traen en un container, que no se descarta que pueda haber algunos presos o mafiosos entre ellos, que apagan las heladeras de noche, que entienden todo pero que hacen como que no entendieran, que viven hacinados en la piecita del fondo del supermercado porque son más de veinte, que son sucios, que es verdad que mucha pinta de karatecas o monjes Shaolín no tienen pero, quién sabe en qué andarán…¿Cuánto más se necesita saber para juzgarlos? Además −por si todo eso fuera poco−, no sé si se fijó que la única imagen que exhiben es la del gato ese que mueve una mano. Ni un crucifijo, ni un corazón de Jesús, ni un Buda siquiera muestran, ¡cómo no desconfiar de quienes ni religión parece que tienen! Hace poco, mientras esperaba el vuelto, le pregunté a Chen cuánto tiempo le había llevado aprender nuestro idioma. Lo vi entonces sonreír por primera vez y casi con vergüenza me dijo: yo no habla bien. Insistí. Me respondió entonces sonrojándose: tre mese. Tres meses. Me propuse ver cuánto chino mandarín podía aprender yo en ese mismo tiempo; si a este chino bruto le tomó ese tiempo aprender −aunque sea a los golpes− nuestro idioma, a mí, que soy un tipo universitario y con muchas horas de lectura me demandaría, qué duda cabe, mucho menos aún. Un par de meses más tarde tenía más o menos aprendida una frase: ¿duōshăo qián?, que significa algo así como: ¿cuánto es? La idea era hacerme el simpático o al menos parecerlo tirándole una frase en su propia lengua como quien lanza una señal de amistad. Después de todo, cada vez que me veía, ahora Chen me sonreía y saludaba con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa que acompañaba el: ¿cómo etá, Luí? Porque también él había aprendido mi nombre. No solo la repetí cien veces a mi frase iniciática, sino que la tuve que anotar en un papelito y releerla al llegar a la caja para poder decírsela oportunamente con una sonrisa de complicidad en los labios. Cuando terminó de pasar la mercadería que había comprado, lo miré fijo y le largué como al descuido: ¿duōshăo qián? -Yībăiyīshísì –me respondió como si mi pronunciación no hubiera dejado lugar a dudas de mi conocimiento del idioma. -Me cagaste. Fue todo lo que dije y él me estiró una mano amistosa mientras por primera vez lo veía reírse de verdad. No sé qué le habrá dicho a las otras dos chinas que estaban en las cajas de al lado pero ellas me miraron, sonrieron y luego hicieron una pequeña reverencia con sus cabezas pequeñas. Me fui del super pensando: esto, con los gallegos, no pasaba. *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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