POR LUIS CASTILLO
Mi amigo el carcelero

Se cuestionaba Erich Fromm: ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla? Yo, qué tendré que ver con eso, ¿no?
Por Luis Castillo* Escribía con genialidad Cortázar en Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj: “Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan −no lo saben, lo terrible es que no lo saben−, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca”. Hace unos pocos días hubo elecciones. Símbolo de algo tan maravilloso y preciado que –como suele suceder− es preciso perder para valorar. Como la salud. O como la fortuna, apuntaría Maquiavelo. Como los sueños, las expectativas. O como la síntesis de todas esas pérdidas: la libertad. Para que podamos colocar la expresión de nuestra voluntad en una urna –antes de madera, hoy de cartón, mañana quién puede saberlo− ha sido preciso un largo proceso de luchas y de dolor, de muerte y de frustraciones. De amargo sabor a injusticia. Más aún en el caso de las mujeres, cuyo derecho al sufragio fue más duro aun de lograr y no menos exento de infinitas vicisitudes. Elegir quien lleve nuestra voz –ya lo dice nuestra carta magna: El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes−, que convierta nuestros anhelos en realidades, que termine con lo que consideramos injusto o continúe lo que juzgamos bueno, es una de las más grandes –si no la más grande− expresión de libertad. Suele comprobarse, sin embargo, la veracidad de afirmaciones empíricas como la que sentencia que el dolor es aquello que nos permite tomar conciencia de nuestra propia existencia. No pensamos ni nos maravillamos del pequeño milagro cotidiano de masticar hasta que perdemos los dientes, no valoramos el silencio hasta que la estridencia nos atormenta ni recordamos donde está el estómago hasta que el retorcerse de las tripas por el hambre nos lo recuerda. El derecho a elegir –como todo derecho− se conquista. Y no existe conquista sin dolor, sin sacrificios y sin llanto. Se recuerda siempre a los padres (o las madres) de las conquistas, pero suelen olvidarse los nombres de quienes tapizaron con sus cuerpos los caminos hacia la victoria. Escuchaba o leía a quienes se ufanaban el domingo de elecciones de haber “cumplido con su derecho”. Pero, ¿qué ridículo oxímoron es ese? Los derechos se ejercen y las obligaciones se cumplen, pero, ¿cumplir con un derecho? O, lo que es peor, ¿no ejercerlo? Hay muchos a quienes han logrado convencer de que votar no sirve de nada, que no vale de nada, que es perder el tiempo porque nada cambia. Porque todos son iguales. Porque este país no tiene arreglo. El artero y cada vez más eficaz discurso político de la antipolítica. La antipolítica no es un fenómeno nuevo, ni en la Argentina ni en la historia del mundo, estuvo siempre y está, agazapada y atenta, silenciosa y paciente, para resurgir cada vez que una crisis grave afecta a la estabilidad de las instituciones democráticas. Su objetivo es claro y simple: apartar la política del interés común para ponerla al servicio del interés de unos pocos. La estrategia es simple, pero en general efectiva, convertir el verbo politizar en algo peyorativo y estrictamente partidista. Confrontativo. Agresivo y, finalmente, estéril. Pero la política no es ni confrontación ni partidismo. Como venimos sosteniendo permanentemente desde esta columna, el ser humano es eminentemente un ser social, que vive e interactúa en sociedad. Vivimos y convivimos con los otros y es la política quien organiza el espacio público compartido, fija las normas de interés general y protege las minorías ya que, cuando la política es democrática, se practica desde los principios y conforme a los intereses de las mayorías, pero respetando los derechos de todos. Por esto es que no dudamos en afirmar que la antipolítica no es sino otra forma −velada naturalmente− de hacer política y que no procura otra cosa que el descrédito de las instituciones democráticas con el propósito de sustituir la política democrática por la política autocrática, o tecnocrática, o plutocrática, o mediocrática. Detengámonos un instante para analizar estos términos y clarificar qué es lo que entendemos o interpretamos (al menos la humilde interpretación de este amanuense dominical) por cada uno de ellos. La autocracia es un sistema de gobierno en donde se centra el poder y la toma de decisiones en una sola figura; si bien el imaginario popular nos llevaría a pensar en la figura de un rey o monarca, no es una rareza la presencia de autócratas disfrazados de demócratas ya una de las características principales de esta modalidad es que el mantenimiento del poder requiere necesariamente negar la posibilidad de una oposición. Abiertas u ocultas formas de dictadura. Un sistema político tecnocrático se caracteriza por estar conformado por profesionales y técnicos correctamente formados desde el punto de vista académico. El tecnócrata por definición es un especialista en economía, urbanismo, industria o gestión pública, por ejemplo, que emplea sus conocimientos y experiencia en la gestión de asuntos públicos sobre la base del pensamiento capitalista y el libre mercado dejando afuera cualquier perfil relacionado con la filosofía, la cultura o la intelectualidad. Si bien es verdad que un sistema tecnocrático ayuda a evitar fenómenos como la demagogia, no es menos cierto que el método científico en ocasiones no arroja necesariamente una solución para un problema o conflicto social ya que la solución encontrada puede suponer un perjuicio para una minoría, por lo que es necesario destacar los valores subjetivos y no solo estrictamente tablas de cálculo en la gestión de una comunidad. ¿Qué es una plutocracia? Se trata de una forma de gobierno en donde las clases dominantes, que son quienes poseen las riquezas, también controlan el poder del Estado. Así pues, hablamos de un sistema en el que un grupo minoritario posee tanto los recursos materiales como el poder político. En definitiva, al igual que en la oligarquía, el poder recae sobre unos pocos, quienes, casualmente, también son los que poseen las mayores riquezas. Ahora bien, la plutocracia puede estar presente −y de hecho lo hemos visto en nuestro país− en forma más solapada, cuando vemos que ciertos políticos en el poder únicamente atienden los intereses de aquellos que ostentan el poder económico en general a cambio de que estos, con su dinero e influencia, los mantengan en su sitial, o bien a cambio de dinero o financiación para sus campañas electorales. Por tanto, la plutocracia es aquel sistema en el que los que tienen el poder económico, de forma directa o indirecta, controlan el poder del Estado. Ya que estamos, recordemos que el nombre de este sistema proviene de Pluto, no el perro, claro, sino de la mitología de la Antigua Grecia, en donde Pluto era el dios de la riqueza. Por último, la mediocracia. Escribía José Ingenieros en su ya clásica obra El hombre mediocre: “Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa, y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales son cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor”. Por su parte, afirma el filósofo Alain Deneault, “(…) nos encontramos en un momento histórico en el que ha cristalizado un peligroso fenómeno social: la mediocracia. El gobierno de los mediócratas se habría consolidado como una clase dominante, paradójicamente, al servicio del poder. Para tomar las riendas les habría bastado con ser sumisos. Acatar las normas establecidas con una sonrisa, reverenciar a los poderosos y, si hace falta, mirar hacia otro lado cuando las tropelías del orden político o económico se hacen evidentes. Bastaría con seguir el juego a un sistema cuyo funcionamiento exige una mediocridad expansiva capaz de expulsar del terreno a los mejores”. Esta breve enumeración es la base de sustentación política de la antipolítica. El sociólogo Bernabé Sarabia se pregunta ante este panorama: “¿cabe algo más “político” que definir y gestionar los recursos públicos que han de servir para salvar vidas, empleos y bienestar social? Si los “políticos” elegidos por la ciudadanía no tienen este cometido, ¿cuál es su papel? ¿Para qué sirven?” Que algo cambie o no cambie en nuestras vidas, en nuestra comunidad, en nuestro porvenir, depende solo de nosotros. No es lo mismo, en definitiva, ser libres que ser amigo del carcelero. *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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