SOBRE EL NACIONALISMO
Nuevas palabras, viejos malos hábitos

Los seres humanos somos gregarios por naturaleza, es decir, tendemos a vivir en comunidad. Lo que no es natural es construir las fronteras que nos separan.
Luis Castillo*
Las personas tenemos una necesidad ―si acaso cabe el término― de identificarnos con los demás. De pertenecer. Ser parte de algo tan pequeño ―pero simbólicamente enorme― como una familia, como con un barrio, una nación. Una etnia. Una religión. Una cultura.
Cuando nacen las naciones nacen los nacionalismos, una ideología sustentada en sus inicios, en la creación de los Estados modernos ya que, al no haber un rey o una monarquía con la que sentirse identificado, aparece un nuevo ideal colectivo: la nación, la patria. Sin embargo, con el transcurrir de los siglos, ese nacionalismo sirvió para justificar guerras, odios, muerte. Y es que los nacionalismos siempre se definen contra alguien. Tanto sea otro país como contra determinados grupos dentro del mismo. El nacionalismo necesita sentirse amenazado para subsistir, si hubiera un solo país, una sola nación, qué sentido tendría entonces el nacionalismo. El nacionalismo en cuanto a deseo de pertenencia no es malo en sí mismo sino lo que pueda llegar a hacerse en su nombre.
Los Estados, como mencionamos antes, no son algo natural sino convenciones humanas. Comunidades unidas por aspectos comunes (religión, color de piel, lengua, cultura) los cuales posteriormente se nutren de las herramientas políticas que les permitan ser más que un grupo organizado, una verdadera nación.
Sin embargo, quizás sea importante destacar que por sobre la idea o el afán de pertenencia a una nación, una cultura o a un determinado contexto social o ideológico, debería estar el afán de pertenencia a la especie humana. A eso que compartimos todos y que nos define como seres humanos. Más allá o por sobre las nacionalidades, las culturas o los estratos sociales, eso que no es otra cosa que los derechos humanos. Los derechos humanos son esas reglas universales que nos permiten vernos y reconocernos como iguales, más allá de esas pertenencias que llamamos nación, raza o cultura.
Cuando estudiaba los grupos sanguíneos, observábamos que el grupo B, por ejemplo, es prioritario tanto en los escoceses blancos como los negros de África central y algunos aborígenes australianos. El grupo A es más frecuente en Chinos, hindúes y africanos meridionales. Es decir, podríamos, en base a estos grupos sanguíneos hablar de una raza común entre escoceses y africanos por ejemplo pero, como es de suponerse, nosotros, previo a una transfusión, le damos importancia al grupo sanguíneo y no al color de piel. En definitiva, el racismo, obviamente, es una cuestión cultural y no natural, como a veces quiere plantearse. El racismo, como ideología, supone la superioridad de unos sobre otros según determinados caracteres absolutamente arbitrarios y definidos por el poder.
Del mismo modo, la xenofobia no es sino el temor al diferente. Diferente culturalmente. Y nuestro temor es a que se “contamine” nuestra cultura con culturas de otras partes. Que hablan de un modo diferente. Se comportan de manera diferente y, hasta quizás, tengan un dios diferente. No obstante, los extranjeros (o no necesariamente extranjeros sino a veces de otras provincias o regiones geográficas) que más nos molestan, que consideramos peligrosos y en cierto punto inferiores, son los pobres.
La filosofa española Adela Cortina creó no hace mucho el neologismo: aporofobia. Miedo, rechazo o aversión al pobre. Refiere: “Y es que es el pobre el que molesta, el sin recursos, el desamparado, el que parece que no puede aportar nada positivo al PIB del país al que llega o en el que vive desde antiguo, el que, aparentemente al menos, no traerá más que complicaciones.” (…) “Son muestras palpables de aporofobia, de rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio…”.
Pero, ¿para qué sirve crear una palabra como en este caso aporofobia? Se me ocurre que es importante poner nombre a las cosas para identificarlas y reconocer que existen, más aun cuando se trata de algo intangible como es la naturalización del desprecio.
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”