UN CAMINO LLENO DE PREGUNTAS
Todos los suicidios el suicidio
Hablar o, en este caso, escribir acerca de un tema que a nadie importa hasta que le importa, desde luego no es sencillo. Y no lo es básicamente porque incomoda. Una de las razones de esa incomodidad quizás tenga que ver con que resulta casi un ejercicio de humanidad opinar sin juzgar. Como en casi todo, pero, en situaciones como esta, la toga y la peluca que muchos llevamos dentro pugna por salir con su veredicto inapelable.
Por Luis Castillo*
¿Por qué alguien se suicida? Quizás, por lo complejo de las motivaciones, termine siendo apenas una pregunta retórica, sin embargo, lo que sí podemos coincidir es que no siempre, es decir, a lo largo de la historia, ni las razones ni la mirada social acerca de esta práctica fueron las mismas.
Si bien el suicidio se describe desde hace más de 4000 años, no fue sino hasta entrado el siglo XVIII en que comenzó a verse con más detenimiento este fenómeno con la idea de encontrar alguna explicación o justificación al mismo, lo cual llegó por el lado de la medicina. El paradigma biomédico se impuso en un reduccionismo que, la verdad sea dicha, poco colaboró en cuanto a la comprensión y el cabal conocimiento de un tópico que precisó del aporte de muchas otras ciencias para poder ser interpretado. La filosofía, la ética, la sociología, la antropología, el arte, la literatura, los medios de comunicación y por supuesto la historia, hicieron y hacen un invalorable aporte que complementan nuestro conocimiento sobre el tema y que intentaremos abordar sin apelar a estadísticas o definiciones académicas innecesarias.
Repasar miradas históricas es una forma de acercarnos a la forma de pensamiento colectivo de una sociedad en un tiempo determinado. Sesgada, incompleta, sin dudas, pero no por eso menos válida. Así, podemos repasar que la primera mención al suicidio en un texto escrito fue en un poema traducido como “Diálogo del desesperado de la vida con su alma” y fue escrito alrededor del año 2000 a.C. en Egipto. Es interesante hacer hincapié en el título de esta obra ya que su mirada atravesará muchísimos siglos e incluso me atrevería a decir que, en cierto modo, aún hoy sigue vigente. Mencionábamos, asimismo, la visión de la filosofía o, mejor dicho, de los filósofos acerca de esta temática en donde, naturalmente, muchas escuelas tuvieron miradas contrapuestas; así, mientras los pitagóricos no aceptaban el suicidio por considerarlo como “una salida repentina del alma que trastorna el equilibrio del cosmos” para Diógenes de Sinope darse muerte a sí mismo implicaba ser dueño de nuestro propio destino. Por otra parte, la muerte voluntaria de Sócrates en el año 399 a.C.—quien decidió aceptar su muerte con cicuta en lugar de huir, tras ser condenado por el Estado— su discípulo más fiel, Platón, se posicionó en contra del suicidio ya que, en su visión, atentaba contra el Estado y contra los dioses; Aristóteles en su clásica obra Ética a Nicómaco lo condenó más enérgicamente aún al afirmar que es un acto de cobardía “puesto que el suicida elude su responsabilidad social y afecta a terceros”. Sin embargo, no fue sino hasta la creación del Derecho Romano, en el año 100 de nuestra era, en donde el Código de Justiniano, refiere la primera representación legal de una conducta derivada de un estado mental alterado («non compos mentis») y menciona, como atenuante, la existencia en la mente del suicida de una perturbación de sus facultades mentales.
Ya en la era cristiana, San Agustín tuvo que apelar a una justificación teológica para detener los martirios y muertes voluntarias, que se contaban por miles, con el objeto de obtener la salvación eterna. Para ello, condenó el suicidio equiparándolo a un “homicidio de sí mismo” y, por ende, una violación del quinto mandamiento: No matarás.
En la edad media, la dureza contra quienes se suicidaban tomó ribetes siniestros. El suicida no sólo era un pecador sino un delincuente, y como tal, merecedor tanto de castigos físicos extremos como sociales: arrastrar el cuerpo por las calles, mutilarlo, clavarle estacas, vejarlo o negarle un funeral, eran prácticas utilizadas con el objeto de aleccionar al pueblo y hacer desistir de las mismas a quienes tuvieran ideas suicidas. Para Santo Tomás de Aquino suicidarse era el peor de los pecados puesto que no admitía penitencia alguna.
En la era moderna, más precisamente en 1621, Robert Burton publica “Anatomía de la melancolía”, en donde se postula por primera vez causas científicas y no demoníacas de este fenómeno. Recién promediando el siglo XVIII, se avanzó con la descriminalización del suicidio quedando, no obstante, ligado a la enfermedad mental y a toda clase de “locura”, aunque no se consideraba el suicido una enfermedad mental como entidad. A fines del siglo XIX, el padre de la sociología, Émile Durkheim, describe al suicidio no como un fenómeno individual sino marcadamente social argumentando que son las causas sociales (crisis económicas, pobreza, aislamiento, cambios sociales, exceso de control social, etc.) y no las individuales quienes originan el acto suicida. Este pensador fue, sin dudas, quien permitió empezar a comprender que el suicidio era un fenómeno sociológico e histórico complejo que va mucho más allá de una patología psiquiátrica.
Hoy, este concepto desarrollado por Durkheim, lejos de perder vigencia cobra cada vez más sentido. Solo los cambios sociales pueden prevenir y combatir las causas que llevan a las personas –y, en particular a una población especialmente vulnerable como lo es la adolescente- a tomar la decisión de quitarse la vida. O a intentarlo. Y una de las herramientas que tenemos disponibles para colaborar con esos cambios es la comunicación. Desde ese punto de vista y como parte de una verdadera construcción de ciudadanía, debemos proteger y fomentar el derecho a informar y ser informado, de hablar y ser escuchado, el derecho a ser visible en el espacio público, lo cual no equivale sino a existir socialmente, tanto en el terreno de lo individual como de lo colectivo, de lo real y lo simbólico. La juventud y adolescencia, más que cualquier otro grupo etario, necesita ser nombrada y visibilizada para garantizar la protección de sus derechos, así como ser reconocida como actor social y político, que interpela pacífica pero enfáticamente al Estado y a una sociedad que parecieran desconocerlo. La adolescencia es el período que va desde la niñez a la adultez. Período de cambios, de desarrollo y de sueños; sin embargo, sabemos que no todas las adolescencias son iguales ya que los sueños, el desarrollo y los cambios están determinados por factores sociales, económicos y culturales.
Julio Cortázar escribió un cuento maravilloso: Todos los fuegos el fuego, en donde sintetiza poética y filosóficamente, la confluencia de circunstancias y factores que parecen desencadenados entre sí pero que, finalmente, confluyen. De allí, rescatamos este fragmento que habla por sí mismo: “Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen, hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí.”
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”