LAS PROTESTAS TOMARON LAS CALLES
Un gobierno desorientado y debilitado con opositores implacables adentro

Lo repetía como una letanía. “La calle es nuestra, no la podemos perder”. ¿Quién lo decía? Néstor Kirchner. No soportaba ver a la gente protestando en la vía pública. Pensaba que era síntoma de debilidad y un gobierno no se lo podía permitir. Alberto y Cristina tampoco controlan eso.
Por Jorge Barroetaveña
Quizás tenga que ver con el síndrome ‘Kosteki-Santillán’, pero los políticos argentinos no saben qué hacer cuando las protestas ganan la calle y se desbordan. El caos que es CABA en los últimos días con el acampe piquetero en la 9 de Julio, más los intentos por cortar las autopistas, dejan al desnudo esa falencia. No hay término medio entre reprimir y dejar hacer. Los miles de acampantes son la muestra del fracaso de las políticas económicas que han sido incapaces de incorporar a toda esa gente al mercado laboral. Sólo se han limitado a ‘contenerlos’ con planes sociales que se han vuelto un mal crónico. Hay generaciones de argentinos que se han criado bajo el paraguas de esos planes y no conocen otra cosa. ¿Quién es el verdadero responsable?
El miedo fatal que perseguía a Néstor era perder el control de la calle y que eso pudiera derivar en caos social. Las imágenes del final del gobierno de De la Rúa y de Duhalde después se grabaron a fuego en la mente de muchos políticos. Por eso la alianza que hizo con Hugo Moyano. El camionero le aseguró eso, poder de movilización y de veto para enfrentar cualquier movida. Ahora, la sensación es que la calle está al garete. La Cámpora demostró su poder el 24 de marzo y los movimientos piqueteros opositores dejan en claro que también lo tienen, incluso para instalarse en pleno centro porteño y desde ahí desafiar al gobierno.
Si tiene impacto electoral es para dudarlo. Sí, tiene impacto político porque descubre la crisis interna que vive la alianza gobernante. El Presidente está inerme y sin saber qué hacer. Ha intentado tender puentes con Cristina. Ha tratado de hablar con ella. Le mandó mensajes a través de terceros. Pero no hay caso.
Máximo, Larroque, De Pedro, se encargan de hacerle saber una y otra vez que no lo quieren. Que no se van del gobierno porque sería ponerle una lápida a sus propias aspiraciones para el 2023. Encima Alberto ni siquiera se allana a cumplir las condiciones que le exigen para pactar una tregua. El zamarreo es público y permanente. Si Grabois pertenece al Frente de Todos y la reivindica a Cristina, ¿qué tiene que hacer apoyando con presencia a los protestantes opositores que no hacen más que golpear la imagen oficial? La lista es larga, aunque la cabeza está en el Senado.
Este contexto político detona la economía. En ausencia de Guzmán (permanente en la economía local) Kulfas y Felletti son los referentes. El primero reporta a Alberto, y el segundo a Cristina. Lo mismo pasa de ahí para abajo. Nadie sabe bien qué medidas se van a tomar y cuáles van a ser sus alcances. El ronroneo de la crítica es continuado. Desde el kirchnerismo serruchan casi todas las iniciativas de la Rosada y se ponen en la vereda de enfrente. Hoy, el principal opositor al gobierno se llama Máximo Kirchner y no se molesta mucho en disimularlo.
Alberto Fernández está desorientado. Y sus frases, convengamos, tampoco ayudan. Mencionar que vendría bien hacer ‘una suerte de terapia’ con empresarios y sindicalistas para ver si exorcizamos a la inflación, lo ponen lejos de la realidad. Un mal que acosa a nuestros presidentes cuando lo que pasa los desborda. Pierden registro de lo que sucede a su alrededor y pergeñan un mundo propio.
Los que se ilusionan con que dé un golpe sobre la mesa para reforzar su autoridad, ignoran el nivel de desgaste que sufre la imagen presidencial y hasta dónde los desplantes de sus propios aliados lo han debilitado. La economía, como siempre, es lo único que podría rescatarlo. Los gobernadores, eternos aliados del poder de turno, ya no quieren saber nada con Cristina, pero siguen dudando de Alberto. Es vamos… pero andá vos primero.
Marzo, ya avisó Feletti, será un desastre inflacionario. “Yo no puedo hacer milagros”, apuntó coherente con las metáforas religiosas que inauguró el primer mandatario. Es que el salto llevará el índice al 6% o más y nadie asegura que las medidas que se tomen darán resultado. Es una nube de dudas los acuerdos con los empresarios, igual que la intención de retrotraer los precios a los primeros días de marzo. Si fuera tan fácil, con el voluntarismo en el pecho, podríamos retrotraerlos al año pasado. O mejor, que un peso vuelva a valer un dólar. ¿Por qué no?
Ese voluntarismo que suele gobernar nuestros actos, no alcanza para manejar la economía. Los mensajes de la política no son los mejores, de hecho varios hablan de adelantar las elecciones. La heladera sigue vacía. Ya ni frio tiene adentro.