Un país dominado por la agresividad
Toma de colegios y fábricas, bloqueo de rutas, ataques a diplomáticos y políticos, inseguridad creciente, violencia verbal en el discurso público, son el rostro de la Argentina enferma de agresividad.Hace tiempo que el país vive en un clima de discordia y de una violencia más o menos larvada. Pero algunos hechos de los últimos días arrojan señales preocupantes.La toma concertada de colegios y fábricas, acompañada de bloqueos de rutas, parecen delatar la irrupción de grupos ideológicos minoritarios adiestrados en la gimnasia pre-revolucionaria.Es lo que faltaba para que el clima social, ya de por sí complicado por el bajón económico, se enrarezca aún más. La máxima trotkista de "cuanto peor, mejor", parece guiar a alguna gente interesada en sacar partido del caos.Estas acciones directas, cada vez más audaces y generalizadas, son posibles porque la noción de orden público está en declive en Argentina. El vale todo es la ley que rige en la calle, dentro de un marco de franca impunidad.La inseguridad encuentra aquí un caldo de cultivo para su crecimiento. La anomia social es funcional a la expansión del delito. Los últimos asesinatos en la vía pública no debieran, por tanto, sorprender.En un sentido se diría que en la calle se verifica una verdadera guerra, en un contexto en el cual los poderes del Estado (la justicia y la policía) se hallan virtualmente desbordados.En tanto, en los últimos días la embajadora de los Estados Unidos, Vilma Martínez, y el titular de la UCR, Gerardo Morales, fueron víctimas de agresiones políticas a nivel físico.A la diplomática estadounidense la atacaron en Mendoza jóvenes de un grupo de manifestantes, supuestamente de izquierda y opuestos a la gestión estadounidense en el conflicto de la empresa Kraft.Y al senador radical le coparon un acto en Jujuy integrantes de una de esas "agrupaciones sociales", que responden política e ideológicamente al kirchnerismo.En este marco, las groserías de Diego Maradona, en Montevideo, no desentonan. Se inscriben dentro de una práctica prepotente y patotera, instalada sobre todo en un sector de la política.Algún analista, no sin razón, planteó a propósito que "cuando la agresividad baja desde lo más alto del poder, cualquiera se siente habilitado para utilizar el agravio como herramienta".Una de las manifestaciones de intolerancia, que se ha incorporado a la cultura argentina, es el escrache, un método que han practicado los regímenes totalitarios (nazismo y fascismo).Aquí en Argentina se practica como si fuera una épica moral, una epopeya justiciera, una gesta de la memoria colectiva. Pero en el fondo el escrache es una conducta pública cargada de intolerancia, discriminación, fanatismo y violencia.Esto lo saben los escrachadores, que utilizan el escrache como escarmiento público y, por extensión, como venganza. Frente a estos fenómenos actuales de agresividad y violencia, cabe preguntarse si la Argentina aprendió del pasado.En los '70, por ejemplo, la violencia y el odio se habían desatado en todos lados. Una ola de venganzas y contravenganzas, promovidas por grupos de iluminados, especies de vanguardias sectarias, ensangrentó al país.Esta dialéctica llegó a su paroxismo con una reacción represiva global y brutal que ensombreció a la Argentina de entonces. Parece que alguna gente, a juzgar por cómo se comporta, añora ese pasado ominoso.Hacen del conflicto algo cotidiano y de la discordia una estrategia política. Lo peor que le podría pasar a la Argentina, es que los violentos y vengativos vuelvan a enseñorearse de ella.
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