Un sistema armado para la impunidad
En Argentina, los juicios por corrupción duran un promedio de 14 años, y menos del 1% termina en condenas. El dato reinstala la imagen de un país donde reina la impunidad.¿Qué hace que los juicios por corrupción, ligados sobre todo al enriquecimiento patrimonial de los funcionarios, se vuelvan interminables y al final acaben en nada?En realidad, los procedimientos judiciales estarían armados de tal modo para que eso ocurra, es decir para que no haya condena ni castigo, según revela una investigación periodística de Claudio Savoia, aparecida en Clarín."Jueces y fiscales que no planifican lo que van a investigar, carpetas que acumulan papeles inútiles, trampas formales para dilatar el proceso y peritos que no aportan pruebas importantes, son las causas repetidas", diagnostica el autor de la nota.El informe, muy completo, se apoya entre otras fuentes en una investigación elaborada por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIC), quien analizó doce causas por corrupción en juzgados federales de la Capital.El problema es estructural: entre 1980 y 2007, el Estado perdió unos 13.000 millones de dólares por la corrupción de sus funcionarios, y sobre un total de 750 juicios sólo el 5% terminó en condenas (10 personas).Eso dice el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE), que desde hace años analiza el desarrollo de cientos de estas causas.Las causas tardan un promedio de 14 años en resolverse y menos del 1% termina en condena. ¿Cuáles son los principales cargos de corrupción contra nuestros gobernantes?El enriquecimiento ilícito a causa del gran aumento patrimonial es uno de los principales. Otras figuras son: malversación de fondos, soborno, beneficio a parientes y amigos en el reparto de fondos estatales y pago de sobreprecios.A eso se suma el uso de bienes públicos (como aviones), el desvío de fondos públicos para gastarlos sin control, contrataciones irregulares, entrega de subsidios sospechosos, cobro de coimas, entre otras prácticas ilícitas.Se diría que la corrupción está enquistada en las estructuras de poder, manejadas por una elite que utiliza uno de los poderes del Estado, en este caso la justicia, para encubrir sus prácticas non sanctas.A esa conclusión se llega cuando uno lee los dichos del director ejecutivo del CIPCE, Pedro Biscay: "Existen relaciones de poder muy fuertes entre los investigados y los investigadores, que sin ser de complicidad constituyen una barrera invisible"."Todos pertenecen a la misma clase socioeconómica, integran círculos comunes, hasta tienen personas en común: son poderosos investigando a poderosos", asegura.La corrupción en Argentina, en realidad, es un problema pre-ideológico, más allá de que la izquierda ilustrada, o el progresismo gobernante, quieran hacer creer que el mal moral es patrimonio de la mentada derecha.Las peores prácticas corruptas, como el enriquecimiento ilícito o el uso irregular de los fondos públicos, se pueden arropar, con pretensiones legitimantes, en los discursos ideológicos de ocasión.Para ese fin pueden servir tanto el verso neoliberal como el verso de la resistencia peronista, el verso revolucionario al estilo cubano o bolivariano, o todos esos discursos "comprados en la mesa de saldos setentistas", al decir de Tomás Abraham.¿Acaso todo esto sorprende? "Las clases más altas y educadas (...) practican las corrupciones más groseras; su falta de principios es completa", escribió el naturalista Charles Darwin, al trazar un cuadro desolador, allá por 1833, de la corrupción dirigencial en estas pampas.
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