Una democracia con deudas que algún día deberían empezar a saldarse
Han pasado casi 26 años de democracia, desde aquella primavera que llenó de esperanzas a todos los argentinos. Han pasado cosas buenas y malas pero hay demasiadas deudas que todavía siguen pendientes. Y no se podrán solucionar con un sistema de partidos desquiciado y siempre al borde del estallido.
Por Jorge Barroetaveña
Especial para El Día
El sistema no está en duda pero hay que mejorar su calidad institucional.
En 1.983 dos partidos se disputaban el poder. La UCR y el PJ libraban una batalla a priori desigual. Pocos pensaban con certeza que Alfonsín podría desbancar al peronismo, que nunca había sido derrotado en las urnas. Pero el líder radical supo percibir y comprender el nuevo humor social. Ese que pedía menos violencia y más paz, desarrollo equilibrado y justicia social. Los argentinos lo ungieron entonces como presidente. Después, los desvaríos en el manejo de la política económica y un nunca comprobado 'golpe de mercado' lo obligaron a anticipar la entrega del poder. Alfonsín se fue dejando al país sumido en la híper y los saqueos, con la economía en bancarrota. El peronismo, a esa altura reciclado y después de dar un ejemplo cívico con una interna histórica entre Menem y Cafiero, llegaba para mostrar otra vez sus cartas. Sin el viejo líder Juan Domingo Perón, con una nueva generación de dirigentes, el riojano hizo lo impensado: dio un voltereta a su discurso de campaña y puso al partido en un brete ideológico. Privatizó, desreguló y se alió con Estados Unidos. Mientras la convertibilidad dio señales de vida, la sociedad perdonó todo, desde los escándalos de corrupción hasta las excentricidades del menemismo. Pero en el '95 despuntó el Frepaso y en el '99 la Alianza condenó al Justicialismo otra vez a la derrota. Haciendo hincapié en la transparencia, aunque sin tocar la convertibilidad, Fernando De la Rúa hizo lo que pudo que fue, por cierto, bastante poco. Su gobierno duró apenas dos años. Jaqueado por su propia incapacidad, sospechas de corrupción y el escándalo de la renuncia del Vicepresidente y la ruptura de la Alianza, no se pudo sostener en el poder. El 'corralito' financiero que dispuso Cavallo fue el principio del fin. El helicóptero huyendo de la Casa Rosada y el ruido de los cacerolazos de la gente en la calle, marcaron a fuego el final de ese tormentoso período. Con la desesperación de la gente paseándose por las calles y el país al borde del estallido, el 'que se vayan todos' se convirtió en un himno. Fue la semana del país de los tres presidentes, hasta que Eduardo Duhalde fue ungido por la Asamblea Legislativa. A esta altura es probable que sólo la historia le reconozca a Duhalde haber tomado un país en llamas y haberlo encarado decidido a los comicios del 2.003. Acertó cuando nadie lo pensaba con la elección de Roberto Lavagna para el Ministerio de Economía pero cometió un error que el peronismo aún hoy está pagando. En un polémico Congreso partidario en Lanús, permitió una interna abierta. Kirchner, Menem y Rodríguez Saá dirimieron sus peleas en una elección nacional. Con el apoyo del aparato bonaerense (todavía en manos duhaldistas) el santacruceño le sacó una luz de ventaja a Menem y lo dejó sin chances para la segunda vuelta. Con un estilo de ejercer el poder bastante particular y aprovechando el envión del año y medio de gestión duhaldista, Kirchner también acertó dejando a Lavagna en Economía. De la nada, Kirchner construyó su propio poder, se independizó de Duhalde y colocó a su propia esposa en la sucesión.
Cristina ganó con el 45% de los votos en el 2.007, pero a pocos meses se encontró con un conflicto impensado. El sector rural, disconforme con medidas de su gobierno, paralizó el país y puso en jaque al gobierno. Las consecuencias políticas y económicas de aquel conflicto aún no se han disipado y es probable que tengan, en los comicios de hoy, una influencia vital. Pero hay algo intangible que, desde 1.983 se ha ido perdiendo progresivamente. Si los barquinazos de la economía profundizaron o expulsaron a la pobreza a millones de argentinos, la calidad de nuestra democracia todavía es una deuda que arrastra la dirigencia política. Desde el estallido del 2.001, ¿cuánto ha mejorado nuestra educación, nuestra seguridad, nuestra salud, nuestra justicia? ¿Ha habido una renovación real de la dirigencia política, escuchando aquel 'que se vayan todos' de aquel año? Los partidos políticos, ¿han mejorado sus procesos de selección interna, han aumentado su democracia interna y se han consolidado desde lo ideológico y programático? Nada que ver y ese es otro de los grandes males que nuestra joven democracia no puede resolver. Desde aquel hito histórico de la interna peronista del '89 entre Menem y Cafiero, los partidos mayoritarios no han hecho más que retroceder y, como en el caso de la UCR, hanimplosionado. Este proceso electoral ha sido una muestra. Salvo honrosas excepciones, casi nadie hizo internas para elegir a los candidatos, los que fueron ungidos por 'comisiones de honorables', por grupetes de dirigentes o, lo que es peor, en alguna cama matrimonial. La democracia pide a gritos un sistema de partidos consolidado, que sirva de plataforma para la formación de dirigentes, de distinto signo ideológico. Sin esto, ¿cómo habríamos de extrañarnos ante la borocotización de la política? ¿O que mañana estén con uno y pasado con otro, de acuerdo a sus conveniencias o intereses personales?
La democracia argentina sólo alcanzará la mayoría de edad cuando empiece a zanjar estas deudas. El desarrollo llega progresivamente y se consolida con políticas de estado. Pero un buen sistema de partidos, sólido y transparente, sólo devengará instituciones sólidas y transparentes. Eso nos hará un país previsible y estable, aburrido quizás, pero con posibilidades ciertas de progresar y hacer que el sol, salga para todos.
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