UNA MIRADA SOCIAL
¡Viejos son los trapos!
Si hay algo a lo que no siempre dedicamos un tiempo de reflexión es acerca de que, en algún momento y, en el mejor de los casos, vamos a envejecer.
Luis Castillo El documento épico más antiguo del que se tiene conocimiento es del poema de Gilgamesh, rey de Uruk, provincia sumeria que habría estado por donde hoy es Irak. Por interesantes circunstancias que no es el momento de relatar ahora, Gilgamesh comienza la búsqueda de la inmortalidad, lo que finalmente consigue de manos de un sabio conocido como Utnapishtim, quien le da unas hierbas que lo convierten en inmortal. De regreso a su patria, una serpiente roba sus plantas y el héroe vuelve a casa con las manos vacías, mortal como siempre pero convencido de que la inmortalidad es solo patrimonio de los dioses. Más acá en el tiempo, un entrañable poema de Edmundo De Amicis decía: “No siempre el tiempo borra la belleza/ ni dejan marca lágrimas y afanes /mi madre ya ha cumplido los sesenta /y cuanto más la miro, más bella me parece”. No sé si usted coincidirá conmigo en que no es difícil imaginar al autor acariciando las profundas arrugas de un rostro marchito y cansino, que no pierde la belleza solo porque es el de su madre, sino, sería apenas decrepitud y no hermosura. Sesenta años. Claro, estamos hablando de fines del siglo XIX. No está de más recordar en este momento que, durante toda la edad media, las iglesias se llenaban de plegarias para poder envejecer hasta los cuarenta años, que el físico y matemático Blas Pascal (que pergeñó las futuras computadoras a partir de su máquina calculadora) murió a la avanzada edad de 39 años, poco más que Alejandro Magno que murió a los 33 y menos que Santo Tomas que llegó a los 49; Descartes a los 54 y el viejo Hegel llegó hasta los 61. También es verdad, justo es decirlo, que mientras Napoleón a los 28 años ya había conquistado Austria y los Países Bajos o San Martin a los 15 ya iba por su segundo ascenso —a subteniente 2º por sus acciones en los Pirineos frente a los franceses— en la actualidad aún hay quienes, a la hoy temprana edad de 35 o 40 años deben, no sin dolor, comienzan, en cierto modo, a envejecer hasta los 90. Sin dudas, al pensar la vejez no podemos dejar de analizarla desde diferentes ópticas y no solo desde la biología, también desde la sociología, la economía y, como esta etapa del ciclo vital muestra cambios también en lo psicológico y lo económico, naturalmente habrá una fuerte impronta desde lo cultural. Ahora bien, no solo cada uno de estos tópicos influyen, sino que definen, asimismo, la condición de vejez. Entonces, para plantearlo en otros términos ¿cuándo se empieza a ser viejo? Desde el punto de vista de la economía lo más evidenciable es en la oferta de trabajo. O, mejor dicho, en la ausencia de estas. Como las personas viejas no son socialmente productivas, en el mejor de los casos podrá tener alguna opción en la economía informal ya que, como podemos apreciar, estamos hablando de que personas de 40 años son —para las empresas— viejas e improductivas como para ser contratadas en el mercado formal, a lo que se le debe sumar una cuestión médica (se buscan prácticamente atletas para trabajos rutinarios de oficina) y también cuestiones legales. En el otro extremo, están los que se jubilaron; como afirma Lehr (1980), el advenimiento de la jubilación supone algo más que el cese en una actividad más o menos valorada, implica adoptar un nuevo rol, la reestructuración de los contratos sociales y familiares y un cambio rotundo en su cotidianeidad, hasta ese momento dependiente del ritmo de la actividad profesional que desempeñaba. Quien se jubila no solamente se somete a una reestructuración del campo social ya que no pocas veces el abandono de la actividad significa, además, la pérdida de contactos sociales y un desplazamiento de los compromisos e intereses personales relacionados con el mundo del trabajo que pasan a ser patrimonio del ocio. Por otro lado, y no es menor, se presentan cambios en la economía personal, ya que, como no hace falta demostrarlo, salvo excepciones el monto de las jubilaciones suele ser exiguo por lo que el ocio se relativiza ante una cotidianeidad que poco sabor tiene a jubileo y las preocupaciones que tenían sentido unos años antes —relacionados con el mundo de la actividad laboral— ahora dejan de tener sentido y aparecen problemas e inquietudes que responden a la nueva situación vital. En un interesante trabajo realizado hace pocos años en referencia a cuáles eran lo que las personas mayores sentían como los problemas que más los afectaban; en primer término, se ubicaba, sin dudas, el problema económico; el segundo lugar lo ocupaba la soledad. Después seguían los problemas “médicos” o de salud e inmediatamente después, la marginación familiar. Sin embargo, es posible —aunque arriesgado, lo reconozco— teorizar que el verdadero problema o, dicho en otros términos, cualquiera de ellos o todos perderían relevancia si las personas mayores, los viejos, no perdieran su visibilidad. Su relevancia. Su protagonismo. A diferencia de la juventud, que en cada época y por diferentes razones puede ser percibida como una “clase peligrosa”, la vejez nunca ha sido un actor de relevancia en la dialéctica de la historia. Por eso, como escribía Simone de Beauvoir “el viejo, en tanto categoría social, nunca ha intervenido en el mundo. […] El problema negro, se ha dicho, es un problema de blancos; el de la mujer, un problema masculino; pero la mujer lucha por conquistar igualdad, los negros pelean contra la opresión; en cambio los viejos no tienen ningún arma y su problema es estrictamente un problema de adultos activos.” ¿Cuándo se empieza a ser viejo, entonces?¿qué significa ser viejo? parafraseando a Pierre Bourdieu en referencia a la juventud, la vejez es sólo una palabra en razón de la notable heterogeneidad que comporta toda clase definida exclusivamente en base a criterios etarios, pero acá es mayor o más indefinida aún porque esa franja abarca desde los 50 hasta los cien años y porque depende, además, de los niveles de salud (que suele ser más o menos constante en la juventud). Mientras tanto, todo lo que nos prometa cumplir el sueño de Gilgamesh −la inmortalidad− es bienvenido. Ya sea en polvos, cremas, píldoras o la forma farmacéutica que se adapte mejor a nuestra tolerancia y bolsillo. La ciencia —interesante paraguas del consumismo y la frivolidad capitalista— nos invita a vivir cada vez más años, casi tantos como nuestro presupuesto lo permita, el problema es que no sabemos para qué. *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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