LA NECESIDAD HUMANA DE NARRAR HISTORIAS
En caso de que el mundo se desintegre
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Escribió J.R.R. Tolkien, célebre por su obra El señor de los anillos: “Creo que lo que llaman cuentos de hadas es una de las formas más grandes que ha dado la literatura, asociada erróneamente con la niñez.”
Luis Castillo*
La historia de la narración de historias, de cuentos, de sucesos, es tan antigua como la necesidad gregaria del ser humano mismo. Al tiempo que nació la palabra, la voz, nació el deseo de intercambiar ideas, experiencias, sueños y expectativas y, mientras evolucionaba la capacidad comunicativa de la raza humana, hacían lo propio las narraciones. Nacían las leyendas y las cosmogonías, los héroes, los mitos y los dioses. Los cuentos más antiguos se cree que surgieron en Egipto unos 2000 años a.C. y hubo que esperar más de 1500 años para que conociéramos la magia de Esopo, el griego que pareció inventar las fábulas y maravilló haciendo hablar a los animales para que ellos nos enseñaran acerca de las virtudes a imitar; y si de imitar se trata, en el siglo II antes de Cristo, el romano Apuleyo escribió lo que puede considerarse la primera novela humorística y picaresca de la historia —El asno de oro—, que narra las vicisitudes de un joven que se transforma en burro; estilo este que profundizó casi un siglo después Ovidio, quien se especializó en lo que hoy podemos llamar literatura erótica. También de esa época son los conocidos como cuentos milesios, que no eran otra cosa que nuestros actuales chistes verdes.
El Medioevo, bajo la inquisitiva mirada de la iglesia, fue sin embargo pródiga en narraciones tanto ligadas a lo erótico como lisa y llanamente a lo obsceno, aunque, naturalmente, no exento de belleza literaria y aquí podemos destacar desde el Decamerón de Bocaccio hasta las nuevas fábulas de La Fontaine y el descubrimiento (aunque se cree que nació alrededor del año 850 de nuestra Era a partir de un antiguo libro persa llamado Hazârafsâna), del maravilloso libro Alf Laylawa-Layla o su traducción literal: Las mil y una noches.
No es difícil imaginar la voz de un narrador y una, diez, o mil personas escuchando historias en cualquier momento y lugar. Fuera este una cueva en Anatolia, un caravasar en medio de las interminables arenas del desierto, al centelleo de un candil en la pampa o acompañado de un gemidor violín en las Misiones. Pero el mundo creció y las urgencias fueron invadiendo los momentos de encuentro al solo influjo de una voz contando historias; sin embargo, nacieron otras formas de comunicar y de escuchar ficciones. Esa gran revolución fue la radio como medio y la radionovela como formato. Radioteatro también se le llamaba. Esta nació a principios del siglo XX y, en nuestro país, la primera en su tipo fue La caricia del lobo en 1920 aunque recién en la década del ´40 comenzó el apogeo de esta modalidad narrativa que mantenía en vilo —como desde el principio de los tiempos—a la gente alrededor de quien narraba o actuaba, pero no físicamente sino a través de la maravilla tecnológica de la transmisión por ondas sonoras.
Más tarde y merced al éxito que conseguía cada uno de los nuevos productos radiofónicos, las realizaciones comenzaron a ser más trabajadas y, paralelamente, más exitosas; por poner un ejemplo, Tarzán, en 1937, contaba ya con una producción de más de 50 sonidos originales de animales de la jungla. Sin dudas, era también el nacimiento de otra industria: los efectos especiales, de los cuales el cine se serviría hasta lo inimaginable. Pero todo llega a su fin. Y el final de este formato lo marcó la televisión, que nos hizo ganar en imagen y perder en fantasía. Ya no era necesario imaginara Tarzán, podíamos verlo, aunque quizás difería por completo del que nosotros habíamos imaginado a la hora de la siesta. La selva era otra. Chita y el elefante Tantor también eran otros.
Si bien algunas emisoras continuaron transmitiendo ocasionales radionovelas o radioteatros, la suerte de este género parecía estar definitivamente echada. Muchos miraban a la radio con un dejo de nostalgia y presagiaban su inminente desaparición al influjo de la televisión, primero en blanco y grises, después en brillantes colores y más tarde en alta definición y hasta en 3D, pero eso no sucedió. La radiofonía continuó ocupando su lugar y reinventándose. Resurgiendo como un ave fénix de entre unas cenizas que nunca fueron tales. Y no era infrecuente que tanto en las casas como en los sitios públicos se vieran partidos de fútbol o peleas de boxeo por televisión mientras se escuchaba —simultáneamente— la transmisión de estos eventos por la radio. Es que pareciera que, además de ver, disfrutamos del placer primitivo de que nos narren los sucesos; de allí que no es casual que en esa época en que parecía que la visión sepultaba a la oralidad, se vendían por millares discos con transmisiones de fútbol o hasta la narración del momento en que Armstrong pisaba, según dicen, el suelo selenita.
En 2004 surgió una innovación tecnológica que se conoció como Podcast; esto, no es otra cosa que la utilización de un programa informático que facilita a las emisoras de radio la difusión de sus programas no necesariamente en directo, sino que puedan escucharse los mismos en diferido, cuando el usuario lo desee. No solo eso, las estaciones de radio podían, inicialmente, publicar estos podcasts en Internet y los oyentes elegían descargarlos según su conveniencia. Cuando quisieran. En forma gratuita, pero previa suscripción con lo cual el gran salto comunicacional fue que ya podía conocerse quién o quiénes estaban del otro lado de la radio e, inclusive, interactuar. Conocer sus gustos. Además, como los nuevos oyentes escuchan los podcasts en privado, generalmente con audífonos, el locutor o locutora le habla “directamente al oído”. A él o a ella. Quien transmite a través del podcast tiene la seguridad de que quien oye realmente quiere escuchar. De que escogió ese programa y, de algún modo, se identifica con su propuesta o con su persona.
Los podcasts son tan ilimitados como los temas que se tratan y el público que los consume. Desde lo periodístico a lo bizarro, el entretenimiento puro o gurúes terraplanistas, consejos genéticos o recetas de cocina, todo, absolutamente todo puede hallarse en esta nueva Babel comunicacional. Sin dejar afuera, afortunadamente, cuestiones de interés social y democratización de la información. Así, puede leerse en el Correo de la UNESCO: “En un mundo donde medran la desinformación y la desconfianza hacia los medios de comunicación, la autenticidad del podcasting ofrece oportunidades excepcionales, desde las investigaciones exhaustivas hasta consecución de la justicia social, pasando por el refuerzo de la transparencia, la confianza y la integración social.”
El 26 de febrero de 1999, años antes de que explotara la fiebre del podcast, la revista digital Canal Trans comenzó a divulgar a través de internet un programa de radio que denominaron: En caso de que el mundo se desintegre. En este, desde una nave espacial llamada María Tijuana que recorre el espacio sin rumbo fijo, El Capitán Roger Vinilo, La Muda, El Mico, El Pirata y El Señor Lagartija, quienes tenían una misión —pero se olvidaron cuál era—, transmiten diariamente un programa de radio hacia la Tierra “para que algo tenga algún sentido en caso de que el mundo se desintegre”. Cada uno de los tripulantes es un personaje con el cual es fácil identificarse, desde el Capitán Vinilo —al que es inevitable equiparar al spinettiano Capitán Beto—; la Muda —única mujer de la tripulación y cocinera—; el Mico, técnico malhumorado y amante del hip hop; el Señor Lagartija, que oficia de conductor y sueña con ser presidente de Disney World, cada integrante de esa variopinta dotación de viajeros que interactúa a diario con millones de oyentes hispanoparlantes, en poco puede diferenciarse de los antiguos camelleros narradores de historias o las modernas Sherezadas que cuentan atemporales cuentos en salas de pediatría o asilos de ancianos.
No importa la forma, el formato, el pretexto o el lugar, la necesidad humana de narrar historias y de escucharlas, persiste. Muta. Se renueva. Se reinventa. Y de un modo u otro y hasta el último día y aun después, no habrá nada que reemplace la magia del: Había una vez…
*Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos.